La Prosa (6)
¿Qué hago los días en que aparte de
inútil es imposible el trabajo? Porque haya temporal de viento desordenado, mar
de leva que cubre la costa, o una lluvia torrencial, o todo al mismo tiempo, en
un fin del mundo que parece no acabarse. Entonces me dedico en casa a limpiar
las palabras que me he encontrado y he traído de la costa, me pongo a quitarles la
herrumbre. Nada más débil que una palabra solitaria. Infinitas combinaciones e
infinitas proyecciones, pero todas filtradas por el mismo caudal de la ausencia
del agua, es el mismo territorio pero nunca es el mismo paisaje. Sí, hay
momentos en los que sonrío: cuando descubro que mi mente no está y me veo
haciendo cosas impensables: mis manos vuelcan la comida recién hecha en el
balde de la basura, y vierten el cenicero lleno de cancerosas colillas en el
caldero que aguarda con agua salada hirviente. Eso me alegra los días,
presentir la locura, saberla ahí, detrás de la valla, una frágil y baja valla
que, si tomara impulso, la saltaría con los ojos cerrados. Pero ¡ah!, imperan los
cultos dominios del saber callar y del saber comportarse, cada vez más el del
saber callar, rozando con morbosidad las hebras de la locura en la buganvilla
de flores lilas, duras espinas erectas afiladas que siempre me clavan. Vengo de
aquí al lado, de sesenta inexorables y anuales golpes de campana sin su
caparazón de bronce, enguantado el dolorido badajo, el signo fálico de la
soledad, sin vagina ni matriz. Y hago los horarios de aprenderme el orden del
desorden, ¡qué delgada es la línea que separa o invita, y qué cobarde o
parásito soy, que me quedo en la mirada! Espero como garrapata a que me den el
empujón, ¡ah, ya no sabe doler más el dolor! Sonrío, para mí sonrío y me burlo:
no me intereso. ¡Ay, otro verso que ha muerto ensartado, ingenuo, entre las
redes del plástico! Mis manos no saben resucitarlo.
¿Me dedico a algo más? A cansarme, a
cada día cansarme un poco más. Hago la comida en una sartén que es como un nido
de flores de almendro, y tiro en la bolsa de plástico las tripas y la sangre
roja de laboratorio, olor fuerte, mareante, que sabe a invasión y, al mismo
tiempo, a éxodo. La medicina adora a sus hijos enfermos, los mima, los protege
lo necesario, ensayan con ellos, juegan, extienden lo maligno, ejercitan y
controlan la dieta de las enfermedades que alimentan, pero, ¡ay!, los sanos no
son más que futuros hijos enfermos, enjaulados por eso y para eso, aspirantes a
mayores, a los que ignorarán y dejarán que se vayan muriendo en una de las frías
habitaciones del olvido. Huyo del doctor, del futuro y morboso cómplice de lo
irremediable. La salud fue, cuando escribí esto: creo que ya no estoy, que ya
me fui. Pero volveré mañana, a dar el parte del día. Sin esas malas noticias
que alimenta y fomenta el sistema, solo las buenas, las que prometen matanzas
al sol, promesas y hambres de sed
quintín alonso méndez
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