La Prosa (9)
El parte del día pone que el mar brilla en el
óleo de una apacible y tendida desnudez azul que son todos los violetas, con
una suave brisa pecaminosa que acaricia la piel, como hace el musgo con la
humedad de la arena. Aquí son de seda los colores. Verano de isla. Día de barca
con sombrero de paja deslizándose perezosa por las aguas en calma. El sol justo
de la somnolencia, del paladear los recuerdos dulces ¡tan amargos! que traen
roces carnales al rozar el aire. Carnosa la ausencia. Es también uno de esos
días en que es inútil, o más bien absurdo, bajar a la costa a cumplir con el
trabajo. Es día nada más que para la nada. Que la pereza se deje llevar por
esta quietud inquietante, erótica. Día de redes platónicas. De mujer sin sexo.
Pero hay que bajar a la costa y arremangarse
los pantalones, que los versos que agonizan en la orilla enredados entre los
escombros humanos no pueden esperar, y no tienen ninguna culpa de que el día
sea tan inhumano, de que apetezca tanto el vacío absoluto del todo.
Hoy soy la filosofía de no tener
ganas de hacer nada, más allá de no tener ganas de hacer nada. El goce de la
dejancia. Compruebo que uso el cenicero como plato y el plato como cenicero,
por eso no me pregunto qué hacen las lapas entre las cenizas, ni el porqué del
olor a marisco mientras hierven las colillas con el laurel, la sal gorda y
varios dientes de ajo. Cada vez me gusto más. Y bajo por bajar, por decir que
cumplo con mi trabajo, porque ¿qué se puede rescatar de los cementerios? Me
llevo tu canción preferida conmigo, sin estrellas. Ella la escuchó una vez. Se
sorprendió. Las sorpresas no van vestidas. Sé que le gustó, «es triste pero es
buena», murmuró el bosque de lilas del silencio. Lo acabo de decidir, voy a
construir un bosque, no sé, de algas, de helechos, de corales, para esta imantada
costa, para que las despedidas tengan un cobijo donde dé la sombra. La guitarra
tiene forma de concha marina, la curvatura de la roca resbaladiza. Bajando
hacia la costa, huele a olvidos. No acepto la tristeza mientras trabajo. No
hablo de cuando escribo, ahí sí me habitan, me acompañan, hablo de cuando
escribo sin escribir nada. Es una sinfonía el paraíso de la costa sin nadie al
alcance de la vista, solo ese perro que nunca se acerca, que tiene su propia
orilla. La verdad es que como mejor “pesco” pedazos de versos, lascas de
joyeros rotos de porcelana, es no haciendo nada, sentado en una roca,
recibiendo el salitre adherido a un sol que arde en la piel, brisa desnuda. Hoy
es uno de esos tantos días en que la marea me hace el trabajo: sube a la arena
lo más débil y yo no tengo más que esperar a que el mar se retire un poco, en
su marea corta de este octubre mágico. Luego me subo a casa con el fresco, con
los ojos y los labios llenos de restos de versos. Mientras, dejo que el sol me
devore los pensamientos. ¿Cuándo haré todo lo que tengo que hacer? «No te
engañes más. Nunca, muchacho, nunca», me dice el albatros de la pereza. Leo en
los restos que recojo:
quintín alonso méndez
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