La Prosa (7)
Acto o día dos.
Frutas de la niñez en una panera de mimbre,
brevas, higos, granadas, y naranjas, guindillas, peras, albaricoques.
Antes del alba, ya el hombre y el
perro, arrebozados en el frío, se han caminado despacio y en silencio las dos
callejuelas y los siete silenciosos y estrechos callejones que componen el
pueblo. Es frío lo que abraza a estas horas. Las medianías son frías y
brumosas, pero en verano en los mediodías arden como el desierto. El amanecer
es como si tuviese voz propia, porque según avanza la luz, los sonidos van
apareciendo más nítidos, como si estuviesen saliendo de un ramaje espeso, el
canto de un pájaro a lo lejos, un mugido también lejano, el perfil difuminado
en la lejanía de un hombre bajando una vereda, como si tuviese prisa por llegar
al llano. Junto con el abrirse de la luz del día, se acercan los sonidos, una
puerta que se abre cerca, a sus espaldas, el perro y el hombre se miran, sienten
que están sobrando en aquel lugar, miran hacia las afueras, hacia donde la loma
enseña una larga y delgada cicatriz del color de la tierra, saben que es el
sendero que van a tomar, pero antes el hombre, quitándose el sombrero, se
vuelve y le pregunta a la sombra de un joven que manipula con unas sacas y una
azada, subiéndolas a un pequeño carro, dónde está el mar. El joven con ojos
viejos, esos ojos apagados que solemos ver cuando el mundo es en blanco y
negro, entonces se queda quieto, con la azada en alto, como fuera del tiempo, mirándolo.
Se encoge de hombros y deja caer la azada en el carro, sobre las sacas vacías,
su mirada se pierde detrás de las casas, donde los campos se mueren de sed. Un
buenos días a la sombra es la señal para que hombre y perro echen a andar. Empieza
a caminar el tiempo. Después de un pueblo siempre hay otro pueblo y a mitad de
camino entre un pueblo y el otro, siempre hay una mujer con edad de otro
planeta a un lado del camino que con ramos de romero, laurel y tomillo les lee
el futuro a los que no tienen futuro. «Es ella, pero tampoco es ella», parece
decirle el perro, y el hombre le cabecea, asintiendo, pero se deja coger la
mano y la deja hablar con sus murmullos ininteligibles de abejas, porque quiere
preguntarle dónde está el mar, entonces le pagará sin importarle qué carajos le
ha dicho sobre futuros, abanicos, plantas medicinales. «Pero hay muchos mares, y
ella no está en este mar», le parece oírle decir al perro. Se suele preguntar
lo que se sabe, pero se necesita la confirmación o una fina grieta en el tiempo
que invite a creer en los milagros. Se lo pregunta. «¿Dónde está el mar?». La
mujer entiende enseguida. Ve un mar de leva. La mujer señala el rumbo del
camino que, indefinido, desaparece de pronto en un desnivel, como avisando del
abismo, al tiempo que le tiende una rama de laurel, «solo el laurel brilla en
la niebla», le dice. El sol hambriento del mediodía le habla al hombre de una cercana
noche fría, sin una nube, con serenada. Antes de que el paisaje, estriado,
silencioso, salpicado de manchas oscuras, de árboles, de muros de piedra,
diluya en la distancia al hombre, al perro, a la mujer, el hombre oye la voz de
la mujer, «siempre en el sentido opuesto de los pájaros», como eco de silencio.
quintín alonso méndez
Ella sigue estando ahí.
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