La Prosa (8)
Apenas han empezado a caminar la
mañana y al hombre, pronta, vertical, le regresa la memoria. Ya le duelen las
piernas, la espalda, los recuerdos herrumbrosos. Perro hace que no se da
cuenta, se entretiene a ambos lados del camino con las primeras mariposas
blancas del día, manjar si llevan hormigas en sus alas, da saltos verticales de
vez en cuando, atrapando aire entre sus dos patas delanteras, como si quisiese
coger brisa alisiana para aliviar los recuerdos del hombre. Hombre se ensimisma
en los olores del campo, que van madurando con el sol. «Somos dos soledades
bien acompañadas», le dice a Perro. Se fija en el vuelo de los pájaros. Son
vuelos circulares. Y son vuelos como flechas, lanzadas a lo que surja, suicidas,
vuelos rectos, contradiciendo la física de los mundos, las leyes humanas. Pero
todo tiene mente porque todo tiene inicio. Los dos, Hombre y Perro, beben de la
atarjea. Pasado el mediodía, es otro pueblo, «aquí hay un cura», le dice a
Perro, viendo el brillo de las casas vestidas de blanco, mostrándoles su
desnudez bautizada al oro del sol. Perro le ladra como si fuesen lascas de
sonrisas, piensa en la vagancia de una buena sombra y en una buena cama donde
puedan descansar las piernas y las amarguras calladas pero tan visibles de
Hombre, en llaga viva. Corre la ausencia de agua por los surcos de los
renglones que no serán escritos. «Pueblo con cura, pueblo con cantina en la
plaza», y en la plaza arriban, como dos barcas agónicas sin remos porque, se
venga por donde se venga, y se entre por donde se entre, todas las calles
mueren en la plaza, como ofrenda servil y juiciosa a la pequeña iglesia, donde
se yergue, protectora y sutilmente amenazante, como brazos abiertos al
horizonte, pobre esperanza, en el campanario, lo que más brilla al oro del sol,
la campana de bronce. Perro espera noticias de las buenas costumbres del pueblo
a la puerta del bar, Hombre no tarda en salir, «vamos», le dice, y los dos se
adentran en el bosque encantado, mientras afuera, pacientemente a la sombra,
con sonrisa irónica, sin prisas, espera la realidad. Cada hombre es un árbol
viejo. En uno de los claros, producto de algún incendio, se sientan Hombre y
Perro, Hombre en una silla de madera gruesa, pesada, con aspecto y edad de
pueblo, Perro en un suelo fresco de cemento recién lavado. Huele a zotal. Y
huele a refugio para la secura que produce la vida. Pero a Hombre le huele al
miedo de siempre, que se desprende de la piel de los hombres. Y el miedo es
cobarde, traicionero. Ruin. Tenía por costumbre que cuando un hombre decía sí,
él hacía no. Hombre no recuerda haber tenido amigos humanos, y mira a Perro. Así
camina la prosa del día, bebiendo vino y disfrutando de un pedazo de carne de
loba o de oveja.
La tarde se bebe en una charla sobre
las cosas comunes de todas partes y que el vino se encarga de ir adormeciendo,
y que Hombre alarga a propósito con el propósito último de la pregunta «¿dónde
está el mar?», pero antes es la pregunta de si hay dónde alojarse por una
noche, «en la casa del cura, la más grande del pueblo, él alquila
habitaciones», respuesta sencilla que tiene la otra cara de la respuesta con la
pregunta del propósito del vino y de la charla, «¿dónde está el mar?», y es el
encogimiento de hombros que ya conoce, el apagamiento de los ojos que ya
conoce, la mala gana que ya conoce, «eso se lo pregunta al cura, él lo sabe
todo», le dice desde el mostrador el ventero, dando a entender que la charla y
la tarde se acabaron. Hombre y Perro, al unísono, se ponen en pie. Sonrisa de
ambos: los huesos descansaron, ahora no duelen. Pero Perro no ve la tristeza de
los atardeceres en los ojos de Hombre. Porque Hombre conoció atardeceres donde
los besos eran besos. El cura que los recibe en su despacho con ventana al
patio, escasa luz y olor a humedad estancada, es el mismo cura que lo casó hace
mucho en su pueblo, pero con otro lenguaje y más gordo y más calvo, y la misma
palidez de cera sonrosada, las mismas manos avaras. Hombre y Perro saben que
esta noche cenarán y dormirán como ricos. No hace tanto frío ni duelen tanto
los huesos cuando unos leños, ardiendo en la chimenea, acogen. No faltan para
la calidez unas estampas sobre la alacena, de vírgenes y mártires, apoyadas en
la pared, alguna vela, algunos cuadros con escenas bíblicas, y ese sabor, ese
sabor dulzón, enfermizo, en el ambiente. Hombre y Perro tienen las mismas
sensaciones, pero en estos momentos prevalece el pecado de lo cómodo. Hombre se
dice que no estaría mal pedirle al cura una bañadera con agua caliente y sal y
vinagre, para redondear el pecado y darle solidez a la imagen del paraíso.
Perro gruñe débilmente. ¡Ah, aquellas noches en casa, en el pueblo! No es hora
para pensar. Es hora de sopa, pan y vino y de un buen hueso para Perro. Se
siente en el mar
quintín alonso méndez
Vida de perros!
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