La Prosa (13)
Después del mal vender de las tierras, siglos y siglos de un
mundo levantado con la paciencia y la sangre de lo pobre que desaparece
velozmente, diluyéndose como ceniza en el agua, borrada la historia, su
vocación no podía esperar más tiempo para ser llevada a cabo. Cuando miró
alrededor para ver qué llevarse, fue el manotazo cruel de la realidad en todo
el rostro, que le rompió los huesos sanos que le quedaban. Se vio sin alma, el
alma ya estaba en el mar. Era nada. No tenía nada que llevarse. Perro no venía
al caso, Perro formaba parte del entramado de su ser, desde aquella noche, de
la que salió desbaratado de una cantina a la que no sabría regresar, en que vio
al perro, eso creyó, verlo, en la acera, medio metido en el escondrijo de un
portal. No sabe cómo pudo echar a andar para llegar en dirección a casa,
simplemente Perro lo siguió. Cuando le abrió la puerta a la resaca en la
mañana, a que salieran a refrescarse los demonios, ahí estaba el perro, tumbado,
tranquilamente mirándolo, y ahí están los dos, ahí permanecen como un tronco
milenario, ensamblados en una momentánea sombra de paz, apartados del mundo.
Las orejas gachas de Perro durante toda la mañana le dicen que esta paz existe.
Se rompe sobre el mediodía, cuando adormilado por un sol de riachuelo
resbalando por entre las piedras, con los pájaros posados o picoteando por
entre los zarzales y los matorrales, siente tensarse el lomo de Perro y
levantarse en un impulso automatizado, él solo mueve la cabeza, apoyado como
está en el árbol, una cabra robusta, subida en una roca, los mira fijamente,
Perro clava allí su mirada, en aquella estructura que parece la culminación pétrea
de la roca, pero de otra dimensión, como un después, lentamente se levanta,
estirándose, mientras la cabra, lentamente, se da la vuelta y salta al vacío de
detrás de la gran roca, Perro sigue quieto, mirando fijamente el resplandor
azul que ahora como ventana abierta se introduce en el follaje. «Momento de
caminar un poco», dice Hombre, y los dos enfilan la vereda que bordea la
montaña, pasan por sobre un estanque, donde unos bancos de piedra miran
deshabitados desde su atalaya el nadar de unos patos, son más alargadas y finas
las pinceladas del viento en el azul del cielo. Eso recuerda, mientras se
ajusta el sombrero. Recuerda patos, garcetas, un banco de piedra, el olor dulzón
del hinojo, el zumbido de las abejas, los muslos desnudos de su mujer, el clima
de la ternura instalándose delicado sobre la piel seca de la tristeza. Perro
también recuerda, moviendo suavemente el rabo, mirándolo. Es hambre. Es sed. Es
el no saber adónde dirigirse, la luna en cuarto creciente estira el pico de la
montaña, ¿tan alto está el mar? Ahora descienden, entre pencas, brincan los pájaros,
se deslizan, por entre la yerba seca, los lagartos. Bajar es alejarse del frío.
El sol engaña.
quintín alonso méndez
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