La Prosa (11)
¿Es estúpida la felicidad?
Hoy, beber del vino de los recuerdos
es un placer inaguantable, pero pido más vino, más bien lo robo. Me he
acostumbrado a robar para alimentarme la sed. Ella me hubiese dicho, posando su
mano en la mía, «no bebas más». Así la recuerdo, y eran ventanas amplias como
la luz, ¿veía la tristeza irremediable en mis ojos? Sus palabras hubiesen sido
la confirmación de la derrota sin remedio, pero entonces callaba, buscaba en el
horizonte la astilla del dolor para arrancármela y tirarla en la hoguera del
nunca más, sabiendo lo imposible. La verdad es que la recuerdo en todas sus
infinitas maneras, y, créetelo, la palpo, soy así, estoy dotado especialmente
para palpar lo que no puedo palpar. Ella. Demasiado noble para ser bruja. Pero
bruja. Pensarla me alivia los días. Es la presencia del paisaje. También me
acompañan, como dulces caseros, los recuerdos de cuando caminaba ciudades solo,
dejándome ir a la deriva. Pero demasiado tiempo de eso. Ni yo me acuerdo. Pero
es hora de volver al miedo, al pánico. La soledad es de lo poco que se puede
recuperar. Siempre se está a tiempo. Caminar las calles, perderme, asustarme,
¿por qué no?
Raramente cojo la barca y orillo la
costa, hoy lo hago, y aunque lleve un rastrillo de hierro y un trapo blanco
para pedirle la paz al oleaje en caso de abordaje de sirenas, me lo tomo con
pereza, y creo más bien que lo hago para mirarme desde el mar, para ver si me
encuentro en algún punto de la tierra, quizás también con la oculta esperanza
de ver un cambio en el paisaje, ese resplandor que se espera, sabiendo que
nunca vendrá pero que nunca se sabe, que se espera y se espera. Aunque no se
espere nada, en todo mundo, por muy ínfimo y oscuro que sea, hay una grieta. Es
el cigarro en el mar, el ritual de acercarme un poco a ella, a decirle cómo es
el día, y en los labios es el sabor de su boca.
Es lo prístino lo que se desconoce
quintín alonso méndez
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