Escriturasfugaces
La tarde es una pequeña
hoguera bajo un sol incomprendido.
Nunca nadie lo miró a
los ojos sin que le saltaran las lágrimas,
basta el egoísmo de su
alta presencia, de su envergadura,
y las mayores
blasfemias cuando soberbio se oculta.
La mujer cruza el patio
de la ciudad vestida de postales,
Arcos y puentes de
piedra, palacios, plazoletas, espadas de hierro,
ella vestida de la
desnudez presta, fácil la desnudencia,
va en busca del sol, de
su magnánima fortaleza.
No le importa la
soledad del sol, después será de vuelta a casa,
las calles
desconocidas, el olor morboso excitante del placer
adherido a los muros de
la vieja y mohosa piedra,
al aire orgulloso de
ser aire, hijo del acero,
que nadie sabrá nunca,
ni ella misma, tan así,
embebida en su papel de
débil hembra seducida por el sol.
Y cuando el sol le
habla, ella se desvía, se va a la sombra del sexo,
a las parras que gotean
uvas. ¡Ah, desconocida la mujer
que nunca estuvo y que
nunca estará en esta selva de sábanas!
¡Ah, sol, al que le
gotean penosas las últimas lluvias!
Y las gotas caen enracimadas
sobre las camas escondidas. No importa,
«cariño, no mires al
sol, te hace daño», dice ella de vuelta a casa,
mientras se desnuda y
siente la astilla del sol agrietándola
abriéndola,
dispuesta a recibir,
¡ah, tristeza de monotonía!, al hombre de su vida,
sin sol
Quintín Alonso Méndez
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