Escriturasfugaces
El reloj del recuerdo
tiene el latido de un gesto desnudo que se hunde en la niebla,
la espesura es lejanía,
se aleja la lejanía mientras aquí todo se detiene, reloj sin cuerda.
Latidos débiles que en
la noche muerden una y otra vez, una y otra vez,
pulsos del tiempo
debilitándose, péndulo de agua que la marea rompe
contra el acantilado, las
últimas gotas de sangre brillan en los pétalos
de las rosas, llueve
lágrimas en la madrugada con la luna rota, cae un eco lejano
en la tumba de la
oscuridad, la mirada no sabe dónde está, es el abandono de las fuerzas.
La boca besó donde
duele. Beso dulce para dormir la tristeza, pero la tristeza
es niñez que desconoció
la dulzura. La boca sabía que mataba al pájaro sin nidos.
La boca sabía que la
soledad no sabe besar. Son mordidas que no saben retener,
hundirse en la neblina
del estremecimiento, de seda el roce del gemido, la piel
del temblor. La boca
besó, no el hola, besó el adiós. Beso dulce para cerrar los ojos.
¿Existen los recuerdos?
Me contesta la rotundidad del silencio. También muerde
el silencio. La boca
besó donde será el último pálpito, la última sombra del gesto
desnudo. Donde ninguna
boca volverá a posarse. Se posará la polvorienta tierra.
El origen del verso no
fue el resplandor. Fue el oscuro abismo que abrió el beso.
Fue la lengua de la
palabra horadando en la carne. Tocó la fugacidad de lo infinito.
Y la boca bebió la sed
más imposible. Los dedos y los labios se perdieron
en el bosque del musgo.
La boca besó donde sabe que eternamente duele.
No me miro al espejo,
aún no sé que el tiempo me separó del tiempo. Soy ruinas
de lo que no he sido.
Las columnas se quebraron cuando la tormenta hundió la isla.
Débil el latido que se
aleja, débil la materia del abandono. Todo es niebla que oscurece.
¿Existen los recuerdos?
Quintín Alonso Méndez
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