El último sueño de un viejo
Eso leeré en mi viejo cuaderno de campo cuando
suba por primera vez al bar de la atalaya, después del absurdo inconsciente hermosamente
asesino instante. Sinopsis de un fracaso de vida, de una vida fracasada. También
podría haber leído la sinopsis de la mudez, vete a saber si la habría llegado a
leer ya metido en la muerte, y no lo supe o no llegué a tiempo de leerla o qué
importa nada dentro de la muerte, si no hubiese acaecido que solamente fue lo
que no fue. Quizás eso leía, allá, por la mudez, cuando entró el instante, conscientemente
inconsciente, enloquecido por el temporal, invadiendo los renglones que eran,
inexistentes, pulcros, planos y densos como un plato de aceite, pero que eran. Prometí
no caer en la tentación de escarbar en tus sentimientos, en tus pensamientos
(tan aparejados los veo, tan cómplices), pero la perfección solo te pertenece a
ti, y yo he de escribir, libreta de campo pecadora, que tenía sensaciones sin
sentimientos, ondas que me llegaban, lejanas pero tan cercanas que me ardían
dentro y me devoraban, no sé si limpias y desnudas ondas que me llegaban de ti,
o eran inventos de ondas deformadas por mi mente deforme.
También leeré, antes de
buscar el lápiz lila –si era tuyo, un día aparecerá en tu cálida y mimada
almohada--, y escribir un número, una letra, una fecha en lo alto de una página
vacía de la libreta de campo, el primer aleteo del vuelo, y no sabré qué estaré
leyendo, a quién perteneció ese mundo, ese simulacro de vuelo, ¡ah, débil
voluntad, memoria débil o ilusa, qué pobre es la vida que solo se alimenta de
escarabajos en el estiércol!, leeré inverosímiles renglones de un mundo en el
que nunca estuve, irreal, desconocido, ¡así es la aventura de la escritura, su
vaciedad más allá de ella, dentro de ella!, ¡inmensos mundos falsos, pero la
sal, el agua, la vida, la luz, la desconocida luz!
Era hermosa, inquietante, aquella hora dulce esperándote en
el aeropuerto, sentado en alto taburete de la cafetería, sin quitarle ojo a la
puerta de desembarco, tomándome una jarra bien fría de cerveza, la muchacha que
me atendía me saludaba y me sonreía comprensiva, como si fuera un habitual, que
cada día viniera a esperarte, y también compasiva, viendo mi cara entre
asustada y anhelante. Tenía que darme prisa en creerme que pronto estarías
aquí. Y sabía que mi tiempo de convalecencia era escaso. También sabía que era
una convalecencia falsa, que era solo una pequeña llanura, justo la punta de la
cúspide antes de la brutal caída, el desenlace de toda enfermedad incurable, la
enfermedad del derrumbe definitivo del que ya no quedan fuerzas para levantarse.
En el futuro me va a ocurrir que una abeja va a picarme en la yema del dedo
índice, será justo después de un súbito enfado de los míos porque supe que me
pensabas, lo supe porque un latido de sangre me tiró el cenicero al suelo, «¡no
me pienses, olvídame de una vez, bórrame, como ya me borró la vida!», grité,
mientras me brincaban las letras en la hoja, también yéndose, entró por la
ventana una ventolera inesperada pretendiendo llevarse los papeles por los
aires, y el cigarro esparcía sus cenizas por el verso que no salía a flote. Vi
una mancha en el suelo, acerqué mi mano a tocarla. Era la abeja que se moría.
Quintín Alonso Méndez
Él era un viejo seco sin sentimientos. Ella la ternura y el amor de los amores.
ResponderEliminartienes toda la razon
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