El último sueño de un viejo
Eso será de lo primero que lea en el bar de la
atalaya, de vuelta al círculo, sabiendo que son los diseminados apuntes de un pésimo
proyecto de novela de una inexistente historia de un pobre iluso que ciegamente
creyó ver la palpitación de un instante, aspirante, no a escritor, a vividor. Y
me diré, me preguntaré, a qué loco o necio o perdedor podrá pertenecer esta desbaratada
y deshojada libreta de campo, inmaterial, como las palabras, como la escritura,
como la vida. Inmaterial la vida, absurda en su azar, limitadamente material el
cuerpo que la sustenta y la alimenta, pero que no sabe acogerla. En esa primera
vez en el bar de la atalaya, dentro del derrumbe, me preguntaré qué sentido
puede tener estar en esta ninguna parte. Cara oculta de la luna siempre. Mudo
grito astral. Abriré y cerraré la libreta de campo varias veces, sin escribir
nada. El verso hermoso ya te lo llevaste. El mismo que trajiste. Sin palabras.
Nunca te pregunté quién te lo escribió, dolería demasiado, no el saberlo, sino
la pregunta, pensaré en ese momento del bar de la atalaya que apenas si te hice
preguntas, «sí, la verdad es que hablas poco, eres de pocas palabras», no, no
será una sonrisa lo débil que se me asome a los labios, será una débil mueca
triste, una más, así las arrugas en la mirada, en lo más débil y predispuesto a
la debilidad de la piel. Si acaso te hice algunas preguntas fue para que
volaras y volaras en silencio y no dijeras lo que tu dolor escondía y siempre
esconderá. No serán ratones, serán manchas grises moviéndose en las sombras,
porque la vida es rauda. Será la sensación de que el bar de la atalaya fuese la
casa de la tristeza, se me queda lejos la casa de los locos --¿en qué punto del
loco instante la perdí de vista, con sus altos enrejados y sus rosales?--, aquella
mi otra casa que me esperaba paciente con las puertas abiertas a todas horas,
«bienvenido a tu casa», parecería que me dijera el mundo, el letrero de
entrada, donde alrededor crecen y habitan las flores de la muerte, y se me
clavará el puñal certero de otro dolor punzante, la visión relampagueante de
otro letrero, luminoso, «bienhallada».
El camarero de siempre, al
que notaré más grueso, más calvo, me dirá que ayer se sorprendió de no verme, y
que preocupado se preguntó y preguntó si me ocurriría algo. «No», le diré, «un
compromiso que tuve que atender, nada importante, pero me demoré un poco y ya
no vine», entonces será la sonrisa aliviada del camarero, «entonces todo bien»,
me dirá, quizás sincero, «todo muy bien, como siempre», le contestaré, muy
sincero, cantidad innecesaria de sinceridad, pero sincera, y mi pensamiento se
asomará a verte con la risa puesta, donde quiera que estés. Ahora, en el
después, en pleno derrumbe, ¿te estoy pensando?, escribiré que sí. Me diré,
desde el bar de la atalaya, mirando hacia abajo, donde destacan las curvas
lejanas de hembra de la barca de mi pueblo, que si desde aquí se divisase el
mar, ya sería la perfección, el territorio de la ansiada soledad buscada,
perfección perfecta, si bajando la vereda ese mar lamiera mis heridas. ¡Ah,
cómo será tu mar!
Quintín Alonso Méndez
Pues yo sigo leyendo la historia. Engancha. Tiene cuerpo, es buena literatura.
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