El último sueño de un viejo
__Déjalo como un sueño –y
ya será la vacía botella del ausente y evaporado vino, la languidez de las
miradas, yéndose la de ella por la vereda de la vida que la aguarda, yéndose la
mía, perdida, por la niebla que fantasmea por entre los árboles que
desaparecieron. Y luego de ese silencio que se sabe, preparatoria de la
despedida, silencio que habla y no dice lo que se está a punto de decir, me
sorprenderá con una pregunta
__¿qué sabes de mí?
–prolongación del silencio, desnudas las palabras del silencio.
__Nada. Solo que eres
literatura.
__Inténtalo –me dirá, al despedirnos. Y como
si el momento fuera el mismo momento, la veré perderse libre en el bosque de la
gente.
Le diré gracias cuando ya
no pueda oírme, ni yo verla.
De regreso a casa, me
entretendré con el barrendero del barrio –de los pocos saludos con los que me
tropezaré y en los que me detendré a lo largo, corta largura, del
derrumbamiento del derrumbe. Como costumbre tácita, primero hablaremos del
tiempo, luego liaré un cigarro mientras él, con escasas palabras, tímidas pero
espontáneas, como cortadas por el rumor apagado de la lluvia o por los zumbidos
afilados del viento, me regalará algunos versos, toscas y prístinas grietas
dispuestas a ser leídas, me hablará orgulloso de su hijo de cinco años, de cómo
le asombra cada vez más que quien hace las preguntas es él y el niño, como si
nada, se las responde, respuestas sabias, tranquilas, orgulloso de enseñarle a
su padre los escondrijos de los miedos, los secretos del mundo, los misterios
de la vida, tan cerca aún del inmenso y silencioso océano de la madre. Nos
despediremos con un gesto indescifrable de la mano. Al llegar a casa, y verme
dentro del vacío silencioso de casa, seco páramo, sin memoria, comprenderé que
nada ha sido real, ni siquiera cierto.
Velaré la noche. Con mis
pocas cosas al lado, el tabaco, la botella de agua, la vieja libreta de campo,
el lápiz lila, con mi presencia ausente la acompañaré, al tiempo que no dejaré
de dibujarte, pensarte, compañía nocturna, irreal, ¡ah, noche incierta bajo su
bóveda titilante que amenazará con derrumbarse, sin sueño y sin sueños! Trazaré
gestos en el negro espacio y todo seguirá inamovible, giro perfecto abocado al
abismo, a su propio abismo interno, fuera de todo. El pulso del tiempo lo
marcará, otra noche más, dentro de la misma noche, la inmensidad de la quietud,
solo moviéndose lo invisible, lo inamovible, lo irrecuperable, y tirando de la
cuerda umbilical de la noche, irán saliendo infinitas noches desde dentro de la
única noche que no tiene prisas por esperarme, porque será moviéndose la
quietud de la noche hacia el término de todos los principios que nunca tuvieron
orígenes ni estancias, si acaso un falso intento de origen originado por el
miedo a no tener orígenes ni estancias, a que la soledad inmensa mate más que
la propia muerte, alargándose la noche, estirándose hacia dentro, porque en
cualquier momento el tiempo será reducido a la nada, tragado por la nada, ahí,
en el término, hundiéndome en una tristeza de la que no saldré, de la que
quizás, mismo hilo, mismo instante, no querré, no podré salir, porque vendrán
más muertes, más vacíos, más arrancamientos de la carne, será así, viéndote en
mi bola de cristal, neciamente oscura y opaca la luz que imane desde la esfera
del cristal, imanando la oscuridad. No sabré plasmar la ternura, mi forma
silenciosa de dibujar la gratitud, escritura cada vez más empobrecida, sin
musas, únicamente cadáveres, montañas de cadáveres por todas partes mientras la
distante y blanca espalda desnuda de la vida se ofrece a las caricias, a vivir
cada día como un último día, que la vida es corta y hay que vivirla, y ahí en
la noche, ya esta noche, que es y será eterna noche, buscaré en la ennegrecida
bola de cristal con quién verás el rayo verde y qué deseo pedirás, cogida de la
mano, sonriente, amorosamente sonriente, me llegarán desbordes, estallidos de
algas en la boca, murmullos de olas y un olor y un sabor que desconozco pero
que reconoceré, hebras del salitre más íntimo y más húmedo, ristras de musgo
enredándose en la desnuda brisa nocturna, musitará la noche, agitándose en
racimos de oscuridad, vibrando la quietud, la espantosa quietud de la infinita
distancia del no regreso.
Quintín Alonso Méndez
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