El último sueño de un viejo
Igualmente de golpe, el
mareo de la luz me quitará recuerdos, dolores, pesadumbres, sueños falsos reflejando
realidades falsas, traídos a la escritura, espejos equívocos devolviéndome al
rostro todas las ruinas, todos los fracasos.
¡Cómo matarán los
pensamientos, y cómo irán matando, cada vez más cruelmente, los descubrimientos,
cuando la ceguera se distancie y abra los ojos dentro de la desnuda nada!
Aparte de que me perderé
a menudo, esas curiosas dispersiones de la mente que dispersa los caminos y le
quita los olores y los sabores a los recuerdos para así impedir, evitar, los
regresos, de igual manera, sin sorprenderme, porque los días no darán para más
que para verlos pasar ante la mirada cansada, de vieja, de estar cansada, confusa
dentro de los arenales de la niebla que se apodera de la mente, me encontraré
perdido dentro de casa, de la vacía casa tan llena de vacíos, dentro de la
escritura, tan vacía la escritura, y no seré en la escritura ni fuera de la
escritura, ni siquiera en el borde de aquel instante en que se supone que
escribía estos renglones, no tendré cabida en ningún espacio, en ningún tiempo,
los libros dejarán de mirarme, los objetos se enjaularán metidos para dentro,
encerrados también en sus silencios. Bajaré de la atalaya sin mirar hacia
atrás, donde se queda la vida, oyendo cómo se van apagando las voces,
alejándose las voces, el mundo, y no yo, estático siempre yo, sintiendo que
todo se va quedando atrás, que yo me quedé atrás sin mí, en alguna parte
perdida del tiempo, de antes o después del tiempo, mismo tiempo, bajaré por la
solitaria y vieja carretera de siempre, ya desconocida carretera, descolorida,
desprovista de señales que me den motivos para detenerme y esperar, aunque me
detenga de trecho en trecho, para respirar o para que se me alivien los dolores
de las piernas, de la espalda, para liar un cigarro y alimentar los pulmones, aunque
espere, sin esperar nada, a que el pájaro negro azul amarillo surque el aire, a
que pasen las palomas, a que se quede conmigo una niñez vestida de vejez, a que
las nubes echen a andar por sus caminos etéreos, o para comprobar que ya formo
parte del silencio, integrado en el silencio, una simple partícula de materia invisible,
inadvertida e innecesaria. Llegaré a casa sin saber que he llegado, le diré,
costumbre que me dejó el loco, «hola» al silencio, al vacío cada día más vacío de
la casa, y la tristeza se quedará así, quieta, acompañándome, y mientras, iré
regando las plantas, hablándoles, admirándolas. No me reencarnaré, me lo dice
la soledad del instante, se lo digo a la vaciedad del instante, y no me
reencarnaré, porque aún reencarnándome no lo sabré, pero sí, me reencarnaré, en
lo que siempre he sido, en esa nada absoluta del antes y el después del olvido,
del antes y el después del instante, instante, ¿qué instante?, ¿y puede ser
vida un instante, y eso es la vida, la desaparición del instante?, el tiempo se
encarga de desmentirlo, de volatizar cada instante, ¿lo dirá la escritura, y
qué dirá, en sus círculos y más círculos de cansancios y vacíos, qué dirá, si
se tiende a la destrucción de toda memoria, a su extirpación, qué dirá la
escritura no leída, la no escrita, y llegaré a preguntarme, si todavía fuese
capaz de construirme preguntas, por qué escribí esto y no aquello? Qué lejos veré
todo y qué lejano estará todo. Como ayer, sin ir más lejos, ¿qué día fue ayer,
qué tuvo de distinto ayer, qué se me pasó por alto, qué otro olvido se me murió
ayer, qué recuerdo vino a dolerme, cuántas incontables veces te nombré, qué
dolor me visitó para sumarse a la familia del dolor, qué sonrisa no vi, cuál
fue el motivo por el que tampoco viví ayer? Esas y muchas otras preguntas que
ya olvidé me preguntaré, y se quedarán sin respuestas, como mi vida. Pero los
días ya no se contarán como días, sino como nebulosas girando alrededor del
mismo punto ciego. Las muertes irán despojando de pétalos la flor. La flor del
sueño.
Quintín Alonso Méndez
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