El último sueño de un viejo
tiempo cero
La noche no tembló. Nunca hubo un temblor, ni dos, ni tres,
ni ninguno, no hubo ningún temblor, nunca hubo el verbo haber ni hubo nunca
pertenencias, no fue más que el paso en sombras de un sueño de niñez, el aleteo
inconmensurable del vacío, del eterno vacío, la plaza vacía, el banco solitario
y vacío, solitario el árbol, abandono de árbol, de escritura, nunca hubo el
inicio del temblor, tampoco su muerte, nunca hubo nada porque siempre hubo la
nada, porque siempre era la mirada desvariándose y derivándose y
embarrancándose, repetidamente integrándose para volver a derivarse y
desvariarse y embarrancarse, nunca estuvo la mirada, mirada que vino sin venir
y que se fue sin haber venido, sin quedarse, únicamente fue esa niebla
temblorosa y difusa dentro de las llamas de la hoguera, lo intocable que abrasa
y consume y que hace crujir los hilos del aire ardiendo dentro del fuego, consumiéndose,
adonde no llega más que la mirada que se queda fuera, en algún lugar del
continente de las ausencias, mirada vacía de contenidos, desvanecido el
continente. Fue la ausencia de lluvias y de mensajes lo que paralizó el sueño, fueron
las ausencias de las palabras que tienen forma y materia, esas palabras que
quisieron tener vida propia y leerte el cuerpo, palabras que se deshicieron
dentro del océano de un mar que no existió, que apenas si fue un pobre charco
que dejó la llovizna del otoño de la vida. Me dirán que suele ocurrir, que al
cabo siempre serán más las cestas llenas de fracasos que la mísera cesta vacía,
cobijo de una sonrisa que floreció solitaria y solitaria languideció, si es que
alguna vez llegó a posarse alguna flor en esta cesta enmohecida, aunque quizás
puede que hubiese alguna que otra arriesgada y atrevida avanzada de hormigas exploradoras
en busca de zonas deshabitadas, alejadas del ser humano, donde construir sus
ciudades mágicas. Por la parte que me atañe, lo desconozco y me dejo llevar en
el desconocimiento por el fluir magmático del destino, nada más imbécil, inútil
y destructor que el conocimiento humano, su fortaleza falsa, criminal, torpe
pero en sus torpezas, pero mano firme en sus disparos, cobarde en sus
sentimientos, inflexible en sus miedos, asequible y dispuesto siempre a
venderse, es decir, a ser mediocre, cómodamente mediocre. La noche no tembló. Tembló
la mano, la materia inhumana de la materia, al adentrarse en la húmeda
oscuridad vacía, o tembló la mano ante el paisaje aterrador y desértico de la
escritura, mismo paisaje, lleno de escondrijos, en cada página en blanco,
cansancio sin salida o la única salida posible del abismo, hasta que la mano se
hunda en la memoria y se quede paralizada, rama seca sin sentido aferrada a la
sequedad de los huesos. No tembló la noche. Tembló el gesto, apenas si fue
gesto, si fue pausa dentro de la pausa, paloma en un día desterrado, instante
minúsculo dentro de la pequeñez del instante, vuelo de sombra, gesto apenas al
caerse desde los débiles alambres del miedo o el estupor. No tembló la noche, no
tembló, tembló mi cuerpo al despedirse de la materia del cuerpo, antes del
amanecer, silenciosamente. Un vuelo sin regreso se llevó la luz. La pardela fue
degollada por el grito nocturno de la tierra. Mariposas se posaron en tu
desnudez y contigo se fueron, edenes de mariposas en cada andén de tu piel,
infinito cuerpo donde perderse es alcanzar la eternidad, el no regreso. ¡Infinitas
mariposas que siempre te aletearán vientres y suavidades!
Quintín Alonso Méndez
nunca hubo nada
ResponderEliminarpero fue todo
Yo lector, la quiero. Quiero a esa mujer. Me has hecho quererla y no sé quién es.
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