El último sueño de un viejo
Será
la primera tarde, que ya sabré como la primera tarde del derrumbe porque habrá
un silencio inmaterial, sin pájaros, en la luz extrañamente blanca de vacía,
apagada, del paisaje, primera tarde que veré clavada en la pared por un alfiler
y por un alfiler atravesada, como una mariposa disecada. Será la sensación de
que algo se ha ido para no volver. Será el miedo, la hondura más honda de la soledad,
pero será así, así será el comienzo del último tramo del camino, yermo como un
alma muerta. Primera tarde donde sentiré la tristeza más profunda, más apesadumbrada,
desde el dolor más triste, el insensible péndulo que te lleva del miedo al
miedo, a la respuesta lejana, sin ropajes, sin matices, desnaturalizada, del
desearme una neutra buena tarde. ¡Ah, desventurada tarde única la primera tarde
que interminable no dejará de ser la única desplomada tarde, ingenuamente impensable
aunque temiéndola y percibiéndola desde el inicio del instante! Así contaré los
silencios desde entonces: de tarde a tarde, como de peldaño a peldaño, y como
si en ese reducido espacio, entre peldaño y peldaño, cupieran las incontables
fases de una luna. Hoja a hoja del calendario que ya no tendrá sentido. Porque
se irán borrando las fechas, como se borran las intransitables veredas
intransitadas. Primera tarde donde no encontraré más que distancias infinitas
por todas partes, por las cuatro caras despellejadas de la soledad, y más
infinita la distancia que me alejará de mí, ausente de mí mismo. ¿Me
sorprenderá el primer latido de lo definitivo, tan desprevenido me encontrará,
tan indefenso? Lo que es seguro es que me llegará el primer grito del miedo,
más aún, la primera certeza del fin próximo, más, más aún, del fin ya
instalado, aunque los restos anacrónicos de sangre líquida, algunas partículas
diminutas, pequeñas grietas en la mente, molestosas tarden un poco en apagarse,
cerrarse y secarse del todo. Saldré a la impasible y callada y azul y
ensimismada y pálidamente débil empequeñecida luz de la tarde que irá
verdeándose, consumiéndose en débiles girasoles, vertiéndose en todos los
naranjas y violetas, amoratándose el atardecer, haciéndose luto la noche a
solas. No me dirá nada la tarde, nada me dirá la noche. O me dirá el todo. Me
dirá lo que no quería reconocer. Que estaré donde estoy y estuve, a un lado. Miraba
hacia otra parte, hacia el mundo utópico de lo imposible, mientras la vida iba
colocando sus piezas, montando el puzzle. Pensaré en la teoría del susto,
regresándome al origen, a tiempos remotos, de donde y cuando nació el susto, la
primera raíz, que nació de un hilo roto y creció y se extendió, que lentamente
abrazó y estranguló las demás raíces, anulándolas, quedando solo el susto, que
no era ese instante indescriptible y exacto del susto, sino la existencia permanente
del susto, del estar asustado, presintiendo con temor, cercano, el susto, que
surgiría de cualquier parte, en cualquier momento, sucesiones de sustos para
lograr el estado perfecto del asustado, pendiente únicamente, con pánico, del
estremecimiento del susto, y por eso la parálisis, porque cualquier movimiento
de una sombra, cualquier fugaz paso de un gesto, asusta, atrae al susto, por
eso la quietud es susto en su estado álgido, preciso, que se disuelve en la
nada y te anula, te hace nada.
Quintín Alonso Méndez
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