De la novela El último sueño de un viejo
Ítaca
Volviste porque al adiós se le habían
quedado hebras enredadas en los matorrales que crecen en los rincones.
Minuciosa y cuidadosamente las fuiste desenredando una por una un ritual único
pero repetido con cada hebra con tus dedos que parpadeaban como probando las
alas que despacio me decían que eran las últimas noticias las últimas
claridades del atardecer. Una por una las liberabas de los oscuros y secos
matojos y como si una gata te mirara las doblabas despacio ovillándolas tiernamente
con ligeras pero dolidas manos de tristeza callada escondida detrás de esa
sonrisa tuya que buscadora navega y navega por océanos inacabables. Luego las
ibas tendiendo como entre pañales y como delicadas y débiles criaturas en la
inaccesible caja de tu corazón. Yo dejaba que caminara el silencio sin
tropezarse en el aire que mi tristeza se empapara de tu presencia de tus gestos
de tus movimientos y me preguntaba qué estaban viendo en aquellos instantes tus
ojos qué paisajes estabas recorriendo qué suavidades te esperaban qué palabras
había prendidas en tus labios cómo eran los besos que te llamaban de qué color
violáceo era el gemido que retenías. Tu mirada miraba lejos dentro de las hebras
la mía se apagaba lentamente desnudándote por última vez sin ruidos que
rompieran el viaje. A eso volviste. No dejaste ni las sombras que deja la luz a
su paso. Ni siquiera ahora las ruinas son perceptibles en este mundo que ya
estaba en ruinas. Escucho el eco del silencio
Quintín Alonso Méndez
Paisajes de deseos imposibles de alcanzar
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