La Prosa (55)
Creo que hoy estoy en «el parte de la
ansiedad pendiente». Si esto no lo soluciona la caña de la parra, no hay
solución. Y compadre, de poco para acá, vestido con esa sonrisa permanente en
los labios, recién comprada, me convierte en un momentáneo aspirante a
torturador de lagartijas. La caña lo cura todo; el salitre, no; el salitre solo
pretende ayudarme a entender este misterio. Tiramos para arriba, ya algo
encañados, adonde nos espera «la jefa»; es un camino asfaltado en pendiente,
custodiado a un lado por el barranco y por el otro por muros de piedra que
protegían del viento las antiguas fincas; restos del pasado; quedan algunos
tarajales, unas tabaibas y los guaidiles exterminadores. Gato viene detrás, a
su aire, como si nunca fuese a ningún lugar determinado, con la excepción de
las lunas llenas, que va adonde lo reclaman. Abajo el mar brilla óleo azul. La
sobrina, la jefa, la mujer, está espléndida; su piel morena brilla al sol. Nos
recibe como si fuésemos dos valientes y arriesgados --pero hambrientos-- soldados
que vienen a festejar qué victoria. Su amabilidad conmigo me sorprende porque
no estoy nada acostumbrado; me intimida (toda belleza me intimida); «he
preparado lo que más te gusta», miro a compadre, que definitivamente ya es
otro: un niño feliz. Y ha resultado ser cierto, «creo que sería vegetariano de
no ser por los chicharros y las caballas», digo, ya en el vino, en las papas,
en el pescado, «y la caña», «¿y las mujeres?», y me llega de golpe la luz de
«la jefa», su voz, la belleza de su cuello desnudo, belleza que baja
insinuante, también desnuda, por el escote, se percibe la brisa del silencio.
El día brilla óleo azul. Solo el vino hace hermoso el mundo –evito mirarla--,
compadre habla de la antigua atarjea «que pasaba justo por aquí encima», ella
es una mariposa y tiene las manos, los labios, los ojos, llenos de mariposas;
me deslumbra, y creo que lo sabe, pone su mano en mi brazo, sonríe –no quisiera
que la quitara nunca, es suave su calor, me trae memorias de sensaciones
lejanas--, miro el mar, disminuida y silenciosa la costa, ahí estaría yo ahora,
«en el verso dormido»; esto no es real o es solo una licencia fugaz que se ha
permitido el tiempo; algunas gallinas sueltas, algunos pájaros también
picoteando, Gato los mira mientras se relame con el festín de las cabezas de
los pescados. Está radiante con su vestido de tirantes, estampado, infinitas
mariposas de colores, la piel le brilla. El vino me da más sed; para compadre
es lluvia, promesa, exorcismo, «¿sabes que es una bruja?», «una bruja de
verdad». Y ella ríe como una bruja, seductora, feliz. Esta tarde es hermosa, se
lo digo a «la bruja»: «esto es un privilegio», «lo es», y su mirada desnuda la
extiende por el paisaje luminoso, entiende que hablo del lugar o es que
prefiere referirse al privilegio del lugar, «es un lugar sagrado», dice
compadre y ha dado la definición exacta. Para mí este día es un regalo y lo
recibo feliz. Soy un privilegiado. Me gusta verla moverse, erotiza el aire,
hace que respirar sea una caricia, pero el tiempo del regalo se me acaba y
pronto he de bajar «destino casa». Entra a la casa y trae café a la atalaya del
patio donde todo es ensoñación. Me gusta verlos besarse, ver cómo desprenden y
comparten amor en cada gesto, «ella también es feliz», le digo a la tarde que
empieza a debilitarse, «vamos dentro», dice «la bruja», que no acepta mi «debo
irme ya», «¿tienes qué hacer; entonces?», «¡más vino, más vida!», exclama
compadre.
quintín alonso méndez
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