La Prosa (51)
; apareció así, de golpe, a su lado,
en el bar de la plaza, él apoyado en la barra, de espaldas al mundo, metido en
el ambiente de las botellas alineadas en las estanterías de la pared. Pensó que
estaba en un sueño, su cara ahí mismo, con su mirada de mar y su voz de uvas;
lo desarmó su voz y lo desarmaron sus palabras, «hola, ¿eres tú?», tardó en
hablar, perdido en su mirada, en su presencia mágica, «sí». Entonces ella, ¿qué
hizo o qué dijo ella?, Perro frota con fuerza la cabeza en su rodilla, como si
quisiese ayudarlo a recordar o a sacarlo de los recuerdos. Pasan coches por la
carretera, veloces como los pensamientos, no se detienen y tampoco ningún pensamiento
suyo se detiene, todos se le escapan, «cada coche tiene un destino», piensa,
«¿y mi destino es el mar o es la búsqueda del mar?», le frota la cabeza a Perro
mientras ve pasar los coches y le habla, «ella me dijo «hola, ¿me pides una
cerveza?», pensó que darle la espalda para pedirle la cerveza le haría bien,
que al volver a mirarla, vería la realidad: sería nada; se volvió, pero allí
estaba, «ella» --«por qué hay sueños tan crueles, tan insistentes?», se
preguntó--, sonriéndole, esperándolo, nunca olvidará la sensación única del
roce de su mano en la suya al coger la cerveza, «deberías de ser escritor»,
«¿escritor, por qué», «porque los escritores no tienen destino». Y fue tan
inexplicable el instante que recuerda con claridad que se dijo «desde este
momento soy escritor, un sin destino». Pero ese día tenía un destino escrito. «Ella».
Mira hacia la carretera, «no son los coches los que pasan veloces», se dice, le
dice a Perro, «es la vida». Se pone en pie y los dos se sacuden las pulgas, se
desperezan, «vámonos».
La carretera es en suave descenso, la
brisa agradable, los coches parecen haberse calmado en sus prisas, y Perro y
Hombre lo agradecen. Hoy es bondad; porque sí; del clima, de las horas cayendo
mansas; y es bondad de los sentimientos, «la querré siempre, carajo». Y siente
ternura, una ternura inmensa al pensar en la mujer del bar y en el jugador de
dominó. Perro tampoco los olvidará. Cada vez se va viendo menos campo en
cultivo y más grupos de casas, bien ordenadas, justas porque todas iguales,
adosadas o alineadas, conformes con la desaparición del trigo, las ovejas, las
amapolas, las abejas, los pájaros, «esos pájaros que no dejan echarse la siesta
a gusto, molestosos al amanecer de los fines de semana, y molestosos cuando la
tarde invita a la comodidad humana en su mundo artificial de perfumes y
sillones de piel». ¡Con qué tristeza se alegra de alejarse de ese mundo!; ahora
la carretera ya tiene aceras; está entrando en el mundo del bien vivir. Se
empieza a respirar atmósfera de ciudad, de limpieza artificial, y ahora es la
gente la que toma el relevo de los coches, más lentos, disciplinados, casi
correctos, la gente con prisas, será que aspira a ser vista, elegida, premiada.
Nadie los ve entrar en la ciudad, nadie mira ni se mira. Entran por un bonito
paseo con anchas aceras que antiguamente fue una curvada y estrecha carretera
protegida por dos interminables hileras de viejos y robustos eucaliptus* (*:
nota del autor). ¡Ah, aquél olor a menta de campo! ¿Por qué se respira a
tristeza? «Si el amor existiera, yo sería escritor», le dice a Perro,
deteniéndose los dos ante el monstruo de acero y cemento con ojos de cristal a
prueba de bala que impasible va a recibirlos, seductor (como si la vida fuese
el movimiento constante).
quintín alonso méndez
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