El último sueño de un viejo
Me parecerá ir cada día
al bar de la atalaya, porque el tiempo discurrirá como lava, sin
interrupciones, sin medidas ni junturas a las que sujetarse. Será la lava la
que vaya sepultando los recuerdos, esa memoria frágil que se inventa cuentos y
los lleva a la escritura, ¡qué bella será la tarde cuando ya no tenga
pensamientos! Bella tarde, sin presencias humanas cercanas, lejos la humanidad,
lejos, tan comprometida con sus herméticas y juiciosas y decentes leyes y con
sus cabalgaduras superfluas pero tan bien consideradas en sus bien delimitadas
escalas sociales, donde tan corruptamente y sutiles y amorosos y reprimidos cohabitan
los amores. Cabalgaré sin moverme, inamovible, como siempre. No haré lo que no
hice. No me mentiré, no mentiré, como hice a diario, para poder verte. Tarde, no
iré a ninguna parte, a ninguna esquina, por eso jamás te veré, no escarbaré por
los territorios interestelares en tu busca, y no dejaré de hacerlo, en la escritura
y fuera de la escritura. Es tu suerte, nunca fui, nunca seré. En el bar de la
atalaya seguiré con mi vieja libreta de campo, recóndita, olvidada en el fondo
de la bolsa, junto con el lápiz lila, ahí pudriéndose, en el fondo de la saca.
Alguna vez la sacaré a la luz, y nada, llevaré el lápiz lila a los labios, sin
saber por qué, y volverá a hundirse, muda, la libreta, abrazada al lápiz, en el
fondo de los olvidos, yéndose. Veré a las abejas muriéndose a mis pies, a la
gente no le importará que se mueran las abejas, a la gente no le importará nada
más allá del Danubio, de cualquier río que lleve a roma, me releeré a Magris,
sus gotas de miel, sus abejas, sus danubios, y no será tristeza, serán lágrimas
dulces por los que se embarquen por los ríos de la vida, pensaré en ti. Acá no
hubo ni habrá ríos. Por no haber, no habrá ni palabras, habré de escribirlas, de
sacarlas de dentro de lo más oscuro, aunque sea torpemente, y como las abejas,
moribundas palabras, ¿por qué vendrán a morir aquí, qué me querrán decir? Todo
se me morirá en la escritura. Cada palabra, una abeja. Paisaje sin miel.
Serán sucesiones de
tiempos donde la noción de tiempo será una blanca nada sin espacio, un nevado
paisaje sin nieve y sin árboles. El espacio de un paisaje en el que únicamente
cambiarán las tonalidades y las sensaciones, menos frías o más frías, según el
dolor se duerma o se desperece, tonalidades según la borrosidad de los ojos en
su mirar errante de mirada perdida sin rumbo y sin destino, con los lilas
siempre anunciando, en el mismo punto, en el orto o el ocaso, el origen y la
decadencia, en el mismo instante, mismo estremecimiento, el frío incesante en
la hoguera del instante, las llamaradas devoradoras en la más pura frialdad, con
la sensación perpetua del término. Instante inexistente. Y serán sucesiones inacabables
de inexistentes instantes. El todo que no fue y que no será, y justo en la
orilla, no arena, no mar, el instante herido, el herido instante inexistente,
una chejoviana estepa, donde «al lado de la casa no se veía ni se oía nada,
salvo la estepa». Caminaré sin moverme por la estepa de la mente y por la
estepa de las manos vacías, sin sueños, sin recuerdos, sin futuros. La vida
llena de desiertos. Ahí moriré, en la orilla, en la desembocadura de la nada en
la nada. Nadie sabrá de mi muerte porque mi muerte siempre será antes, antes de
toda muerte, de todo origen. Nadie sabrá de la noticia, si acaso de un eco
mortecino, escaso, sin lumbre, de la noticia, que no será noticia, solo será la
última nada, un trémulo temblor de las hojas en las ramas, dentro de la noche,
un leve agitarse de sombras a través de la ventana cerrada, entonces quizás
seré, en alguna memoria remota, un recuerdo débil, dubitativo, esquelético, sin
formas y sin territorios, un paso fugaz de una sombra por un relampagueo de
sueño, luego el absoluto silencio, la absoluta quietud. Nada más.
Quintín Alonso Méndez
ya nada será. lo que fué no existe ya.
ResponderEliminarEs el final de esta historia
ResponderEliminar¿ para qué soñar?
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