El último sueño de un viejo
En la escritura, el
espacio en blanco, donde no hay palabras, es el espacio inadvertido reservado a
las calladas pausas, que guardan silencios porque se habitan de recuerdos que
no quieren despoblar, por muy vagos y desvalidos que sean los recuerdos no
quieren airear las sábanas de los sueños, y por mucho que tumben y derrumben y
estremezcan los recuerdos, recuerdos degollados, guardan silencios. Son huellas
de peces fuera del agua o es el espacio que se deshabita, sin pertenencias y
sin futuros, donde nadie alcanza a verte las lágrimas ni el gesto de las manos
braceando en el océano del vacío, espacio sin tiempo, o de un tiempo que pronto
habrá de irse, nada más cierres el libro. Ahí, en las pausas, en el espacio en
blanco donde no hay palabras, se aprovisiona el alma muerta para el oscuro y
gélido camino. Uno de esos tantos futuros a los que nunca llegaremos. Solo
colecciono fracasos y objetos rotos, estampas sin paisajes. No me hablo, pero
orgulloso de mí. Tengo el gran mérito, trabajado con victimoso tesón, de ser y
estar solo. Mi obra magna. No me importa nada ni nadie, no tengo sentimientos.
Me importa un carajo mi presente y mi futuro, no tengo pasado. Estoy fuera de
mí, muy lejos, donde nadie se atreve a llegar. Soy el dios de mis defectos, los
que cioranamente cuido y cultivo y alimento, el gran valedor de mis crímenes,
de mis cobardías, de mis derrotas. El juez del último juicio se sorprende, se
horroriza de que no conozca a nadie, de que no pida la ayuda ni la presencia de
nadie, solamente la compañía en las repisas de las cosas que rompí y del
inamovible paisaje que sólo cambia de ropajes, sin inmutarse, por los horarios
de los climas, paisaje ante el que me paso las horas, la mirada perdida en los
matorrales que para mí es un impenetrable bosque donde están todos los bosques,
un belén de bosques, un bosque de bosques, bosques de brezales, guaidiles,
tabaibas, tártagos, incienso, cornicales, zarzales, enredaderas, buganvillas, barbusanos,
cañas, simulacros de abedules enanos…, verdosos, amarillentos, dorados,
azulosos…, si se pudiera decir, es un bullicio de bosques, de olores, colores y
sabores, abarrotados de mirlos y pájaros, y que desprenden, según los signos de
la brisa, entremezclados, infinitas dosis de pociones que embriagan, todos los
olores mágicos del mundo vivo, ¿cuándo hemos dejado de pertenecer a la
naturaleza, si es que alguna vez pertenecimos a este mundo primario? Soy
sospechoso. Me halaga el seguimiento casi místico y obseso del podrido y
corrupto sistema hacia mi persona. ¿Tan herido estoy mientras te miro y te
acaricio la mano, ya desahuciado por las armas de la vida? Sí. Lo sabes. Lo sé.
Somos dos desconocidos que nunca se encontrarán.
Escritura de trazos. Con
todos los miedos alineados en sus sepulturas, largas y estrechas avenidas de
pequeños nichos del color de los huesos formando hileras de torres parejas, como
cajas puestas una sobre la otra, de lado, abiertas al vacío, con flores secas
en sus enjalbegados balcones que se cascarean al sol y bajo la lluvia, inmensa biblioteca
funesta, libros sin páginas o con las páginas con las letras borradas por los
temporales de los tiempos. Aquí palpito. Aquí paso los inviernos de todas las
estaciones. Caminando por sus solitarias calles en la noche, me doy cuenta de
que soy un muerto que incrédulo camina sin alma y sin materia, nadie me mira,
nadie advierte mi presencia, ¿puede acabarse lo que no empezó? Son verdaderas
todas las mentiras y la verdad es falsa, mentirosa. Cierra el libro, cierra la
puerta del cementerio, y verás que dejo de respirar, de latir, soy alivio
entonces, el necesario alivio, desaparezco en el silencio. Ábrelo, y verás mis envejecidas
palabras buscándote, hablándote, moviéndose viejas descoloridas, pero sinuosas, por la inmóvil y yerta escritura. Canto de amor insignificante de un incapacitado para el amor.
Quintín Alonso Méndez
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