El último sueño de un viejo
Cuando terminas de
orinar, te quito el papel de entre los dedos y lo paso por tu sexo, sin
mirarnos, sintiendo tu tierno húmedo íntimo calor más dulce más tierno más
tibio más íntimo. Los dos sabemos lo que sentimos, el mismo temblor nos recorre,
la misma calidez. Salgo a la terraza, donde te espero, donde toda mi vida te he
esperado, apoyado en el quicio de la puerta, mirando más allá de las montañas
que lucen toda la gama de los verdes. La casa inundada, llena de tu música, de
tu olor, de tu presencia inaudita, habitada por tu voz, por tus palabras libres,
con alas que no se dejan apresar. Cierro los ojos con fuerza, quizás me hago
daño en las palmas de las manos con las uñas, ¿miedo a abrirlos y encontrarme
con la brutal e insonora soledad, o cada vez lo hago más a menudo para así irme
acostumbrando a lo que no sabré acostumbrarme? Te pones el vestido que sabes me
estremece, «ya no me lo pongo, me queda estrecho», me dices, pero estás sublime
exuberante con él puesto, te lo digo, «son tus ojos que me miran bien», mis
ojos que te saben desnuda bajo el vestido, desnudez deseosa y deseable adherida
a la sedosa tela, marcando tu silueta de diosa hembra, el deseo que no he
dejado de buscar, deseo que se convertirá en la hondura de la tristeza cuando
dejes de estar. Me acerco a ti y me tiemblan las manos que resbalan por tus
caderas, infinitas hormigas te recorren, me quema tu respiración, te arrimas a
mí, te frotas ronroneando, buscando mi excitación, excitándome. Sabes que voy a
desnudarte… que vamos a perdernos. Se agita la brisa, bandada de pájaros en la
brisa, nos devora el placer, no lo sabes, no lo sabes, pero me estoy quedando
en ti, desaparezco del mundo para quedarme en ti. Irte desnudando es el ritual más
sagrado más profano más único de mi solitaria vida, es la palpitación, el
latido del instante, «vamos a la cama», me dice tu voz también desnuda,
desmenuzándose en los labios. Lamo y suavemente muerdo en las carnosas flores
de tu cuerpo. Las flores de mi mundo.
No hace frío, pero me
gusta el frío que siento al despertarme después de dormirme sentado al sol, un
frío que al ir a levantarme, me tambalea. Me agarro al vacío. Me vengo a la
escritura, donde la tristeza me sigue alimentando. Vengo de enterrar otro día
en una caja vacía de zapatos. Las sábanas que estrenamos y envolvieron nuestra
desnudez, desde entonces duermen su sueño eterno en el rincón más escondido del
armario, ¿quién las descubrirá y las usará algún día, cuando yo no esté? Esta
historia es una isla sin mar, a la deriva, que nadie va a mirar ni a prestarle
atención. Fuera de mirarte, el mar es la más pura representación del desierto,
no hay más que un infinito páramo si miro y no te veo, interminable la sequedad
de los horarios. No quiero más amaneceres, solo quiero la luz que rompa la
piedra o la piedra que rompa la esfera de la luz. Mientras el sol blancamente arde
en los tendederos, yo te nombro. Por eso te escribo. «No tengo ninguna
necesidad de hacer lo que no quiero hacer, hace mucho tiempo que decidí no
hacer nada que no me apetezca hacer», me dice tu silencio alejándose, de
espaldas, pero se lo dices al círculo condenado al regreso cíclico, al origen. El
antes y el después del instante es el mismo espacio vacío, con una salvedad: en
el después no existirá nada a lo que asirse. En el antes estaba el horizonte,
lejano y solitario, pero estaba, existían sus barandas a las que asirse al
anochecer. Nieva sobre el cadáver del alma. Son las blancas flores de la
muerte. Escritura apagada o sepultada por el frío mortal de la inexistencia. Cuando
se apaga la luz, desaparecen las sombras. Las últimas páginas serán escritas a
oscuras. Con el pulso tardío, debilitándose.
Quintín Alonso Méndez
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