El último sueño de un viejo
El grito es el grito del
instante. Lo he tocado, he tocado el grito de la vida. Y aquí está, aquí
habita, en el instante de la escritura que no sabe escribir la historia.
¿Causa dolor la belleza? En
particular, a mí sí, la belleza, y cada partícula de la belleza, me causa dolor,
¿busco la belleza o busco el dolor? Entonces, si tú eres la belleza, es decir,
lo inalcanzable, lo intangible, lo ajeno, lo accesible y palpable sólo a otra
belleza, entonces entiendo y entiendes que eres el dolor, el mayúsculo, el que
borra o domina los demás dolores, el dolor mágico, brujo, la suerte del dolor,
elegido por el dolor para el Dolor, para que mi dolor me duela puro y limpio, solos
el dolor y yo, ese latido que me dobla, me parte, me aniquila, la esencia, la
gota de agua que no beberé pero que siempre veré ante mis ojos, aunque
invisible, transparente y ciega, como ha de ser la luz del después, como
péndulo o marea que me dice que el tiempo está aquí, en la escritura, en la
historia no escrita de la escritura, en la no vivida, oscilante, de la nada a
la nada y de la nada a la nada, impasible, y cuando el péndulo se detenga, porque
el roce de la nada con la materia produce el desgaste, la desaparición de la
materia, como es la desaparición del acantilado ante el roce insistente del
viento, frío y metálico como el último
ahogo del aire ante la falta de aire, de la luz, y porque ya se sabe que la
nada tiende por naturaleza a ser nada, desaparecer, entonces será el latigazo
último, crujido del silencio, y la escritura dejará de existir, detenida.
Dejará de existir la escritura. Dejaré de existir. Porque fuera de lo escrito,
no soy.
¿Causa belleza el dolor?
Sí, porque de la belleza viene el dolor, y, extendido en la planicie de un
tiempo que no tiene importancia, es solamente un instante, un abrir y cerrar
los pliegues de la historia, el dolor, el dolor que más duele, vuelve a la
belleza, condenado a volver a la belleza, al roce al vacío, atado al gesto que devuelve
a la belleza, a una pincelada que alguna hoja seca perdida de viento deja
marcada en el rostro del aire, una especie de recuerdo, que clava puñales envueltos
en seda en lo que queda de mirada, de visión dentro de la niebla de las cataratas,
visión de un pájaro violáceo merodeando las distancias, vigilándolas, encargado
de que nunca se acerquen, como si la sonrisa fuera ingenua y no supiese de las
muertes asesinadas detrás de las cuchillas de las fronteras que matan y separan.
Visión sin imágenes, pero es la escritura la imagen y el olor y el sabor y el
silencio y el tacto, y es visión en los latidos de los sentidos, en el mismo
centro del instante, flagelados los latidos, el inmenso poder de la magia
negra, la que inventa los sentimientos, extendiendo sus largas alas negras, cubriendo,
protegiendo y cuidando su maligna y mortífera creación, la belleza, lo que
salva en la muerte, así el grito sale callado, agradecido, quizás ya muerto,
ninguna sonrisa más bella que la sonrisa que surge de la pobreza, de lo que
siempre fue así, sin remedio, sonrisa esclava de la libertad burguesa. Gracias
a ti, mi muerte será dulce. Porque te pensaré o sin pensarte te nombraré.
Nombrarte será la señal. El adiós. Nada más. En silencio.
Te hablo de la belleza de
la transparencia, de lo que no se ve, que quizás no exista, de las incontables
raíces que brotan de cada uno de los innumerables sentidos. Me hablas y me
dices contenta que el pie ya no te duele, tampoco el hombro, y que ya no recuerdas
cuándo fue el último susto, el último mareo. Que pronto volverás a caminar los
senderos que llevan al origen, a los santuarios de todos los secretos, de todos
los designios. Soy torpe y te masajeo torpe el pie, los hombros, la nuca, el
cuello, los primeros valles de la espalda, te ríes, escandalosa te ríes,
seduces a los pájaros, te estiras remolona, abriéndote como hembra, te ríes, «déjalo»,
me dices, «déjalo… y ven aquí…».
Quintín Alonso Méndez
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