El último sueño de un viejo
En alguna parte he leído
que no hay puerto más seguro que el de ser fiel a lo incierto. Mi puerto no es
seguro, ahí todos los viajes han encallado. Y todo es cierto, pobre escritura. Si
el amor existiera, existiría la perfección, el mundo perfecto, entonces la
distancia sería perfecta: perfecto olvido, perfecta ausencia. ¿Es el amor la
muerte o la muerte es el amor? Cuando sea muerte segura, lo sabré.
¿Ves como mi escritura se
pierde en la nada, se embarulla, se pierde en vueltas y más vueltas alrededor
de un mismo punto hueco y oscuro, escritura que ya ni siquiera es escrita ni
leída, que ya ni siquiera cansa, sino aburre, escritura que nació para hundirse
en el olvido, o para irse de donde viene, de la nada? Justo escribo lo que no
escribo y por eso justo vivo lo que no vivo. ¿Existe la ola solitaria en medio
del océano, y cómo es el océano, es verdad que la línea azul añil de azur en el
horizonte predice que va a llover al cabo de unas horas, es verdad que está
preñado el horizonte de nostalgias náufragas, a qué sabe su agua marina
falsamente transparente, cómo se puede hacer para no hundirse en sus
profundidades abisales? No conozco el mar y cada día me acerco a la orilla, al
abismo mismo de la soledad que lleva a la nada, basta con dejarme caer dentro
de la orilla, dejarme engullir, no por el agua, no por la arena, sino por la
distancia infinita que las une. Lío un cigarro, pausa o alimento de la
escritura, están cerradas las ventanas del cuerpo, miro afuera, al paisaje
silencioso, nada se mueve y me digo que la historia ha de estar muy lejos, en
otro mundo, inalcanzable. Pinto un te quiero en las palabras escritas y también
te lo dibujo entre las letras, lo pinto con pétalos de brisa, en el paisaje con
gestos voladores, azulencos, de un pájaro. Sí, es el absoluto silencio, la
densidad del silencio que cae como densa nada. Nadie sabe ahora, en este mismo
y preciso instante de escritura y lectura, la misma cosa, el mismo latido,
nadie sabe, excepto tú y yo, que nos estamos pensando. No sé, cosas dispares,
seguro. Algo de la mudez o del vuelo o del derrumbe, alguna hebra malherida quizás
enhebrándose en los tres tiempos. Fumo, escribo, el agua al lado, pequeño océano
para mi sed infinita de ti, inmenso interminable océano para las hormigas, ése
es mi tamaño ante el derrumbe que se avecina, escritura débil, tan débil pero
tan dura en su coraza del abandono, en su plenitud de vacíos, en el vacío más
absoluto de la vaciedad, abundancia de hogueras consumidas en el vacío, heladas
las brasas, que se rompen como dedos de seca madera. Eres presente y futuro,
soy pasado. Eso dice el cruce de caminos. Hablas y compartes con tus vivencias,
hablo y comparto con los fantasmas de seres que no existieron. Entre tú y yo
completamos los tres tiempos, las tres medidas del espacio, la infinitud del
instante, del infinito conjunto vacío. Tu deseo me llamó y mi deseo no dejó ni
deja ni dejará de llamarte pero sin llamarte. La fatal inteligencia del tiempo.
La locura no es la vida que vive dentro del viento, es el viento quien vive dentro,
instalado en la mente. En la escritura del derrumbe regresaré a la escritura,
quizás, como camusiana estupidez que siempre insiste. Regresaré cada día a la
calle del manicomio y allí me detendré, ante sus altas rejas, y cada atardecer
regresaré a casa, ya sabes, siempre el mismo recorrido. Me vuelvo a las
palabras escritas, no soy más.
Quintín Alonso Méndez
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