De la novela El último sueño de un viejo
Las manos de la mujer llevaban todos
mis sueños entre sus dedos. La brisa venía a contracorriente y aun así me
adentré en el bosque, en esa verdosa espesura que es tan transparente que
ciega. No seguí a la mujer, seguí sus manos, curiosidad que nunca tuve, pero
fue curiosidad novelera de principiante, de viejo acabado. La mujer no caminaba
por el bosque, iba por el descampado, yo la seguía detrás de los árboles, dando
saltos como una liebre, se desnudó con sus manos y yo me dije que la desnudaban
mis sueños, un árbol cayó derrumbado a mis pies y ni un solo pájaro se inmutó.
Era el pasado o era el futuro el resto del mundo. Nada se movía. Solo las manos
de la mujer. Me senté en el tronco del árbol caído. Entonces, de una espesura
desconocida, como de cuentas pendientes, surgió otro pasado, tenía manos de
cargador de muelles, de armador de murallas, ojos de ogro maltratado y manos
fieras de hierro sangrante y que a machetazos secos y firmes cortó las raíces
que colgaban de las manos de la mujer, mis sueños. La mujer le sonrió, quizás
le sonrió años después, cuando le dijo «me has liberado», y siguió sonriéndole
a plazos, en el bosque siempre hay un rincón adonde le llega la luz, es un
abanico de brillantes azules y dorados que abre un círculo espumajeante de
azules en el suelo y ascienden como mariposas sin cuerpo, evaporándose,
filtrándose en los azules del ensueño, un desfile azul de alas que ascienden,
titilando, reflejos de estrellas palpitando, ahí brillan las soledades de la
ausencia de yerba, tierra lisa como los olvidos, el musgo atrapado norteño en
la base de los troncos de los árboles trepa como enredadera, ahí estoy, donde
estuve siempre, mientras la mujer se aleja danzando danzas de abejas abundantes
de círculos concéntricos, «paralelos», dice ella sin decirle nada a cada uno de
sus encuentros. Desde el bosque, la mirada se ensancha, cubre hasta lo que no
tuvo ni tendrá presencia, se ensancha, padece, indaga en el musgo que brota solemne
de la madera humedecida del árbol, se ensancha y se cubre del rocío de la
madrugada, la mujer alejándose, más alejándose a cada golpe de campana de los
estambres de las violetas, desprendiéndose de ruinas y escombros, aleteando y
sacudiéndose las manos que se llevaban todos mis sueños entre los dedos
Desde este bosque sin árboles donde
resido, el hijo del silencio, el olvido, se sienta conmigo bajo la lluvia y
olfatea el horizonte, «no te conozco», dice, y se pone a hablarme de sus noches
inalcanzables de amor con la mujer, «pura lujuria», dice, y se levanta y se aleja
con el sol. Me entristece el horario, le digo al atardecer, me entristecen las
nostalgias de todos los colores que le cuelgan al sol mientras va
despidiéndose, cayéndose detrás del horizonte, ahí donde se resisten los
encuentros a irse del todo
Quintín Alonso Méndez
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