De la novela El último sueño de un viejo
Hace unas
noches, y después de varias noches encadenadas una a la otra, con la luna
menguando, descubrí que mi pueblo, esa barca alargada de sensibles caderas,
anclada en tierra de secano, era ni más ni menos que la sombra de la Vía
Láctea. Repetí las noches y lo comprobé, y las Pléyades no eran otra cosa que
las tres menguadas farolas de la plaza reflejadas en el aire, en los charcos de
la luna. He de decir, quizás estoy a tiempo, como aviso para navegantes, que
los manicomios son de los mejores sitios para contemplar la noche porque los fabrican
lejos de la luz urbana. Eso sí, hay que saber tensar una sábana, trenzarla, saber
amarrarla, lanzarla por la ventana y saber subir y bajar a oscuras enormes y
frondosos árboles con la ayuda de una liana. Es asombrosamente bosquiano el
olor a resina que se te queda impregnado en las manos, en el pecho, en los
pantalones. También hay que saber restregar la ropa en un simple lavabo y a
oscuras y con el silencio de los roces que se frotan con el vacío.
¿Dónde
cenamos la primera vez? Vamos a dejarlo que no cenamos. Fue el vino blanco bien
frío y fueron las primeras sensaciones negativas que recibiste de mí. No te
dejé dormir. Salía a la noche y entraba y miraba y te veía tendida en la cama,
salía y volvía a entrar y estabas tendida en la cama, quieta y profundamente
dormida como una rosa, me convencí de que estaba a la intemperie, en los
jardines del manicomio, y la locura entonces, con la voz femenina que siempre
te imaginé así, desnuda, ofrecida como una fruta, susurró en la oscuridad
«ven». ¿Y adónde fui? ¿O tendría que decir «¿por qué no fui?»? ¿Por qué siempre
gobierna el dolor por encima de cualquier brisa sentimental, enamorada? Creo
que en aquellos momentos, inexistentes momentos, me propuse escribir algún día
una historia sobre el amor. Y supongo que me dije que la escribiría en esos
insistentes asombrosos trayectos entre casa y el manicomio. Nunca lo había
dicho, pero cuando escribía, ¡ah, tiempos remotos, tan lejanos!, lo hacía no
escribiendo, dejaba que las torturosas riadas de nadas se lo llevaran todo. Y
todo se llevaron. El amor, esa trampa. Esa mentira. Esa primera noche me la
pasé tan pegado a ti que te eché fuera del mundo. No te dejé dormir. Tampoco te
amé. No supe. Me levanté a fumar. Elegí que mi futuro mortal fuera el tabaco,
el insomnio, el asomarme silencioso a verte dormir, el silencio inaudito de tu
sueño. Eras la perfecta quietud. Lloré y aún no sé el motivo. Nunca lo sabré.
Pero recuerdo que lloré porque las plantas en la azotea lloraron, inventaron el
rocío. Aquella noche yo inventé el amor. Y lo vestí con tu piel. Le puse tus
ojos, tu boca, tu adiós, tu brisa niña y tu olor de hembra, tu ausencia de
mujer. Aquella primera noche. Y la locura volvió para ya no irse jamás.
«El amor es
así», me dijo mi abuela de padre después de muerta, cuando fue a visitarme al
manicomio, «es así, no tiene preguntas, y si las tuviera, no tiene respuestas.
Tienes que acostumbrarte a estar solo». Puso sobre mi mano su última moneda, me
cerró la mano, dos palmadas sobre mi mano, me ocultó sus ojos, no quiso que
viera la belleza de sus lágrimas que me decían todo. Esa noche murió. Yo tenía
doce años o eran diez o nunca fue. Era un viejo de doce años que supo entonces
que siempre iría a la deriva. Creo que vi a la muerte antes que a la vida.
No se puede vivir estando muerto, escribí una tarde en
el bar de la atalaya
Quintín Alonso Méndez
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