Octubre
La soledad camina, la vida entierra
caminos, borrando las huellas. Al nacer, fui adiós. Crecí apenas, me mató la gran
risa de la gran luz. Ahí va, risueña, feliz, de la mano de su hija: «te voy a
enseñar un lugar», le dice. Nunca hace calor en esta parálisis de planetas.
Tampoco hace frío. La distancia es así. Sin un sol que la guíe. Me gusta esta
tarde, que invitará luego a las estrellas a caerse. No sé nada, le digo a la
pared firme del aire. Hablo con mis muertos y no con la gente que me rodea, que
deambula por ahí. Aprendí que todo está escrito. Seguirán escribiendo los
dioses, lo que le dicten o signen las diosas. La tristeza suele venir sin que
se pueda saber de dónde ni por qué. Muchas veces la trae unos de esos días que
parecen ausentes, distraídos, metidos en sábanas grises con la brisa
desangelada. No se sabe por qué la tristeza viene y se posa, sin querer irse,
se arropa en el abrazo inmenso de la nada, apoya la cabeza en el cristal y deja
que la mirada se ponga a hurgar en el horizonte las figuras de algodón. Los
recuerdos vienen, pero no son más que olas de aire envejecido, apagado, que
pasan de largo y se extienden a lo lejos, cubriendo las pocas palabras que aún
sobreviven entre la yerba. Son pájaros sin alas, le digo a este silencio que se
ha apoderado de la casa. Mi rumbo no se comparte. No hablo ninguna lengua
humana. Nunca has hablado conmigo, mi voz únicamente te decía recortes de
periódicos, titulares de prensa, miraba a lo alto y decía, viendo el rebaño de
ovejas, todas agrupadas, «va a llover», y no decía cuándo, pero eso era todo, o
asentir a lo que imaginaba tus palabras, porque mis oídos no dan para más: se
han ido apagando, metidos en la sordera del mundo. «En este lugar fui feliz»,
le dice a la niña, que mira sorprendida, adonde la madre, una isla despedazada
por los temporales, encallada en un rincón olvidado de la playa. La soledad
baja por el camino solitario, y la vida viene detrás, borrando las huellas
Quintín Alonso Méndez
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