La Prosa (22)
De regreso a casa, tarde triste y no sé por qué, compadre,
con su cachimba a medio camino entre la mano y la boca, me llama desde la
puerta de la venta, sentado en una sillita de madera sin espaldar, «me la hice
yo, con madera de barbusano», apoyado en la pared, «te has dejado las lonas»,
me dice. No llego descalzo a casa, tampoco vacío. Me he traído puesto lo que
quedaba de caña en la botella del amanecer, las lonas puestas. Sigue habiendo
tristeza, y se desconocen los motivos.
Me pides, ¡oh, débil!: me pido recordarle al pensamiento que
la olvide, pero ¡ah, ilusa vastedad!, cada roce de la brisa la pone aquí,
majestuosa, desnuda, infinitamente imposible, recordadora. Sí, yo también salté
balcones mientras la veía reír en los ojos lascivos de los otros, yo también trepé
muros mientras llovía intensamente y ella había olvidado que habíamos quedado
al lado del charco de los patos, bajo el campanario de la iglesia, patos que se
ahogaban conmigo bajo el chaparrón, mientras, al fin descolgando el teléfono, chorreando
la cabina, me musitaba el metálico perdona lejano, y su voz, ¿aún estremecida,
aún palpitándole el sexo?, me decía «ven a casa». ¡Casa! ¡Ah, envoltorio donde
no cabe el mar! Donde no caben las palabras. Ir habría sido la tortura maligna
de oler a macho y su olor de hembra. Mar mío que me desconoces, tú me salvas. A
ti te lo puedo decir, mar, a ti, que solo guardas naufragios: casi la amo, casi
me pierdo en ella. Estuve a punto de vivir, de tanto que la amé. No vale de
nada decírtelo, eres muro de agua, impenetrable, sordo y mudo, pero ella sabrá
leerte, cuando se acerque a leerte –se acercará-, tardíamente, pero se
acercará, con las sombras lechosas de un amanecer aún con hebras de noche, el
olor a sexo impregnado en la piel, en el aire, en cada rincón de la vaciedad,
dile que no la quiero nada, que la quiero toda. Ya no me duele donde me dolía.
Ahora me duele aparte de mí, separado, como si en mi interior hubiese un patio
que utilizo como cementerio que no
visito. Yo estoy en la barca, sin infancias, las infancias en la escuela, donde
son sometidas, anuladas. A estas horas tempraneras, vacía la costa. Aún duermen
los que viven. ¿Y por qué ella con su naturalidad irresistible se sienta en la
barca y me sonríe, sosteniendo el mar en su regazo, abarcándolo? Transparentes
las aguas, sin recuerdos, pero dentro de una llovizna mansa para recordarme que
el otoño quizás todavía exista en alguna parte, fuera de mí, de la edad, fuera
de este tiempo inmóvil que no se detiene. En el parte del día figura un sábado
sin noticias, con nombre azul pálido de noviembre. El desconocimiento de la
causa produce el efecto de la búsqueda. Ni el mar ni yo sabemos de días de
fiesta, o será que cada día es una fiesta, un tinglado mágico de sonidos y
silencios desparramándose por la costa. Un pescador de tiempos, sombrero
afianzado en la cabeza, busca carnada entre las rocas, hurgando en la humedad negra
de la arena. En la tarea de escribirle el parte del día, como si ella estuviese
esperándolo con anhelo para leerlo y releerlo una y otra vez, saboreando cada
sabor marino y paladeando cada color carnoso, sintiendo en su piel, en el
rostro, los matices climáticos de las horas, ilusamente me magnifico, en esos
breves momentos me hincho de satisfacción y me siento escritor y un poco poeta,
pongo lo más recta posible la espalda, simulo hundir la mirada en pensamientos
profundos, de modo solemne mis dedos deslizan el lápiz por el papel rugoso, y
no encuentro palabras pero alzo la vista y extiendo la mirada por el océano,
poniendo cara de palabras encontradas, de imágenes conseguidas.
quintín alonso méndez
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