La Prosa (16)
Esta mujer que ahora me pregunta por
los horarios de las mareas, lleva lunas en sus ojos, piedras afiladas con musgo
en las manos. Amable, me mira y hace que me escucha desde sus alturas. Luego se
despide diciendo un «gracias» de plástico, como desde la otra acera. Un hombre sonriente,
alto, muy alto, la espera arriba, en el paseo. Es un hombre bueno, la espera
con una sonrisa y la recibe con un gesto suave de la mano acariciándole el
rostro, quitándole lo turbio por obra del salitre y de los horarios de las
mareas. Cuando ella me dijo «¡qué bueno eres!», me estaba diciendo «tengo un
amante», o varios, qué más da, pero me estaba diciendo, angelical su mirada, «eres
bobo y por eso me gustas, me gusta pasear contigo, cenar contigo, hablar
contigo, viajar contigo, dices cosas que me embriagan, y me llevas a la paz
aunque calles», «pero…» pero nada más, quizás un «eres entrañable», o algo así,
«y te quiero mucho», redondeando la fealdad, nada más, nada más cruel, nada más
lejos de la medida de la distancia, es cuando las lágrimas, fuera lágrimas, la
certeza, no te dejan decir nada, además, ¿para qué? Todo se vuelve mentira de
pronto, mi yo se hizo en un instante, gigante, en la mentira que siempre fui.
Callé, me levanté, me fui, llegué a Ítaca, me confirmó la nada, pueblo de
muertos, cementerios vacíos, hueco todo, hueco el silencio, el dolor, hueco el
sentido de las palabras. Confirmación del no regreso, de la mentira del
regreso. La soledad ni espera ni miente, solo sonríe socarrona, como esa barra
del bar que sabe que volverás, y más pronto que dentro de un rato. Por eso el
brindis ante la costa, ajeno a la vida, pero dentro de la vida, indiferente a
la vida humana, esa vida que solo está satisfecha si mata, devora, chupa la
sangre. La mujer de las mareas, de los horarios, de las dos lunas en sus ojos,
se va, entrelazada al hombre bueno, alejándose de la costa. ¡Qué bien!, qué
bien que aún haya vida buena, que yo veo aunque sea desde una costa aislada,
sacada de la materia del mundo. ¡Ah!, pisar en el suelo es posible que también
sea mágico, inmenso, sobrenatural. Le doy la espalda a la bondad. Soy el
maligno que se reconoce, ¡ah, qué bella la tarde, qué hermoso el silencio de
todos los instrumentos musicales, república de los silencios! Y qué estúpida la
guitarra apoyada en la pared que espera el momento oportuno del romántico
encuentro, incrédula.
quintín alonso méndez
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