La Prosa (18)
Acto o día cuatro. Es un sueño y sobre el duro suelo, la
blandura es entonces la palabra femenina más carnal, abrazo mórbido del cuerpo
con la noche, en la oscuridad.
Las pocas fuerzas que con esfuerzo se consiguen recuperar,
cada vez se gastan más pronto, sin apenas esfuerzo. Para entonces, ha de
hacerse más lenta la marcha, más sabia la lejanía, prudentes sus actos. Comprender
que no importa a la hora que se llegue, si es que se llega, o aunque se llegue
tarde y sea entonces el descubrimiento del abismo irremediable del dolor. Lo
despertó el perro con sus dos patas delanteras sobre el pecho. A Perro no lo
despertó el descenso de la noche al alba. Lo despertó el viento, con sus
ráfagas secas y ruidosas, como si esas ráfagas ventoleras trataran de
levantarlos, a él y a Hombre, y pretendieran lanzarlos a la niebla arenosa,
tragadora, del aire turbio. La primera sensación es de ceguera, ardiendo los
ojos ante el vendaval de aire arenoso, caliente, sin oxígeno, el aire quemado. A
tientas buscar la puerta, más que puerta un pesado muro de piedra, a duras
penas empujándola contra el viento, cerrándola al fin, Perro buscando
protección bajo la mesa, ronquidos del hombre que vienen desde la parte más
lejana de la oscuridad, Hombre se sienta, buscando aire, en una silla de
madera, junto a Perro. Aún el día no va a despertarse. Tiene tiempo para
ponerse a pensar en el viento de su pueblo, ¡qué lejos está todo!, viento que
fue de infancias agarrándose a los árboles, luego de años secándose con el paso
del tiempo. Sabe que ahí afuera, antes de que el viento ladrón hiciera su
aparición, estaba soñando. Lo sabe porque siente una extraña y dulce calma. Nunca
ha conseguido rescatar un sueño si al despertar ya es olvido, por mucho que
escarbe y esfuerce la mente, precisamente la gran enemiga de lo que se sueña.
Hoy no es distinto. Perro es más afortunado, se dice, mirando al perro, que
plácidamente duerme, prosiguiendo en su sueño de magníficos huesos y amorosas
perras. ¿Qué soñó, que el dolor no le duele? «La vida es rara», le dice bajito
a Perro para que el viento no lo oiga, en lo que alonga con esfuerzo la mano,
sorprendido él, sorprendida la mano, ante la visión de un viejo y grueso libro
sobre el pequeño mueble donde el polvo del lugar se ha ido posando cómodamente.
Hacía tiempo que no tenía un libro entre las manos. Cruje la casa y crujen los
huesos del hombre que se acerca despacio, venido desde las sombras, subiéndose
los tirantes del pantalón, «solo es el Quijote, poesía», dice el hombre, dando
los buenos días, «pega fuerte, eh», y señala hacia la puerta atrancada, Hombre
asiente, devolviéndole el saludo, Perro no quiere despertarse. Le parece que
tiene horas por delante para ver la dirección del viento y esperar a que
desfallezca para entonces proseguir el camino, a contracorriente, también
desfalleciéndose. No va a preguntarle al buen hombre si el mar está lejos, no
quiere el desánimo ni tampoco la falsa esperanza. Quiere ser sorprendido. Por
última vez. Cerrar el círculo. El hombre se le adelanta, «el mar es un
misterio», y mira hacia el libro. Hombre se pregunta si alguna vez escribió.
Tan lejano todo. La primera vez que se sorprendió, estaba receptivo, como
ahora. Pasó a su lado, casi rozándolo --ella en su mundo, sin enterarse de su
paso fugaz--, la mujer que, como este viento seco, quemador, iba a cambiarle el
carácter, mejor dicho, iba a empujarlo a su carácter predestinado.
quintín alonso méndez
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