La Prosa (20)
Fotografía de hogar, de otros tiempos o de otros lugares, con
la luz del oro viejo ardiendo en la leña, cálidas las penurias. Se ha ido
olvidando de hacerse preguntas, o ya no se las hace a propósito, sabiendo que
no hay respuestas. «Si desea leer, puede hacerlo, ¿sabe leer?». Cómo le dice,
sin que se ofenda, que ese libro lo escribió él, que lo parió palabra a
palabra, montando una catedral, un asilo para locos, y sobre todo, que suyos
son todos los silencios, los archipiélagos, las noches que no están, sin
estrellas, como si la noches no existieran porque están hechas para el reposo,
falsos guerreros, los silencios desnudos, en los huesos, entre las frases que
sentencian y las frases pecaminosas de la ingenuidad. Dejando caer los hombros
y la mano le da a entender, con un gracias dentro, destilándose entre los
dedos, que no le apetece o que no sabe leer, tanto da. Viene de raíces viejas
en donde hasta ayer mismo nadie leía, no había necesidad y tampoco había
tiempo, siempre cosas por hacer, batallando con la tierra. Era saber sumar con
palitos de madera para que no te engañaran y saber leer lo justo para buscarte
en el testamento. Lo demás eran pamplinas, cosas de burguesitos, mediocres,
claro, peligrosos, traicioneros, claro, metidos a jugar a falsos comunistas
siendo jóvenes, pobres, bajándose a las trincheras porque necesitados de
hembras, de mujeres con las caderas y las ganas puestas, pobres pero culpables,
indecentes, padres de lo que tenemos, padres de la agusanada patria que tenemos.
¡Qué viejo te hacen los recuerdos! Mira al hombre, por qué no, y deja que lo
mire, y están diciéndose «¿de qué mentira venimos?». Incrustados entre los
cardones y los cornicales. El viento no separa, no une, sencillamente es un
grito del mundo, que se rebela pero que caerá en saco roto, como parte de la
religión de los que no creen en religiones. «¿Usted lo ha leído?», y Hombre le
señala al pobre libro, desabrigado sin el polvo del olvido, despertado del
sueño de la eternidad, «no, pero siempre lo leo», le dice el hombre, observando
cómo entran millones de partículas del oro más puro, más dorado, más viejo,
venido de vuelta, por una rendija de la pared. Mediodía avanzado. Se va la luz
hacia el poniente. «¿Y usted?». «No, nunca lo leeré». La rendija de oro en
polvo atraviesa a Perro de parte a parte, brilla reluciente su pelambre
azabache. Un volcán va a entrar en erupción. El silencio del hombre, injusto el
silencio impuesto por Hombre, hace que diga palabras en voz alta, no por
obligación, por cortesía, por respeto a quien los ha acogido sin hacer
preguntas, «pero quisiera escribirlo de nuevo», «¿para qué?, ya está escrito».
Rotundo el silencio, redondo. Perfecto. La verdad tiene dos alas. El equilibro.
La pesa romana donde madre pesaba los peces muertos. Vivos los ojos,
escribientes. Los ojos de Perro, contándole que el origen viene de la nada, del
soplo de un suspiro que se rompió. Brindan con vino del terruño, uvas, sangre,
lágrimas, lenguas dulces en las sonrisas húmedas de los besos. «¿Este libro lo
escribió usted?», le pregunta por fin el hombre, sacando otra botella de vino
de debajo de la tierra y el queso de las flores de la alacena del amor que se
fue, «en esas estoy», y ya el vino es el río por el que nunca navegó. Perro
lame las gotas sueltas que caen en el suelo de tierra, lisura por donde
resbalan y son tragadas las pisadas que sueñan. Pero tierra firme. En
confianza. Tierras del mar, como las tierras del libro. La droga, la adicción
enfermiza que mata, de la soledad, es la sed. La soledad necesita sed, más sed,
más, más sed, no agua. El agua para el campo, la sed para la soledad.
La escritura ha de ser magistral, soberbia, carnal. «El mundo
está al revés, está escrito antes de ser vivido»
quintín alonso méndez
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