Canto Último
Canto LXXXII
Me inunda la historia del tiempo, toda una vida en la que no
estuve, por la que quizás pasé, sin un saludo de silla o de piedra o de mesa
que me invitara a sentarme a la pausa, o al reposo, o a la confirmación del vaso
de agua, agua de la atarjea, del grifo, de la charca, de las entrañas de la
tierra. Alejado de las voces, me sentaba sobre la yerba, apoyado en el tronco
de un árbol, con un palo trazaba entre mis piernas extensiones de un mapa,
imaginaba dónde estarían los atajos, dónde las trampas, qué peligros debía de
sortear: sabía que la liberación del secuestro debía realizarla yo solo. ¡Ah!,
pero la audacia es un privilegio destinado a los elegidos. Siempre llegaba
tarde y, para bien, el secuestro ya había sido liberado. Y si había llegado
tarde, mejor, todo resuelto, las cosas de nuevo en su sitio, también había
llegado tarde para la fiesta de la celebración. Era un desconocido. Insultante
mi pequeñez ante la grandiosidad del héroe. Me volvía al árbol, bajo al gajo
frío, metálico, de la luna. Pasaba un tiempo, borrado tiempo, antes de volver a
la sombra del palo trazando geografías y días sin nubes, sintiendo la luz de la
tarde en forma de calor, llena de insectos y de puros colores vivos, antes de
que se volviera a hacer tarde y el techo de la noche cayera sobre mí
quintín alonso méndez
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