El último sueño de un viejo
¿Qué
le pasa a la luna?, ¿no la miras, no te has fijado?, ¿quién le quita trozos del
alma? Son mordiscos. ¿Quién muerde a la luna?, zarpazos quizás de un tibicena de
la noche más oscura. Instante de inviernos sin invierno, fantasmales y huidizas
las nubes, aún en el más frío incendio, en la más encendida frialdad del
destino, da pena lo que no nos importa, lo que en el fondo nos cubre de
indiferencia, y causa dolor lo que se percibe acercándose mientras más se
aleja, o creo que es en la dirección contraria, lo que más se acerca
alejándose, pero no importa, la causa y el efecto no cambian, no puede hacerse
una revolución sin el permiso de los sinvergüenzas, vividores de las ideas y
los sueños, alimentadores de las ilusiones, de las que se alimentan, juegan con
la ventaja de que, más pronto que tarde, la muerte existe, nada cambia, ¡ah, el
temor a la soledad sabe venderse muy bien, muy poética y muy culta y muy cómoda
la comodidad! La parte femenina del mundo se desvive por la seguridad, pero la
parte masculina no sabe, nunca supo vivir, esconde su gran verdad: nace muerta,
vencida, vencidamente muerta, aquí, en la escritura, la sonrisa anciana de la
vejez dice en voz muy baja «mortalmente vencida…», apropiándose de tus puntos
suspensivos, de tu escoba, de tu alfombra voladora, de tu tristeza y voluntariosa
desprendida voluntad de bruja. Hablando de la carne, de la hermosura de la
carne, tu abundancia de frutas no puede pertenecerme, hay que hacer méritos,
ascender hacia arriba, sin freno, superando las fatigas, son perdedoras las
escaleras horizontales, absurdas, de planos escalones interminables, y te ríes
cuando te digo «bajo para abajo o subo para arriba», y cómo te digo que siempre
se ha hecho y se ha dicho así durante milenios, por eso aquí sí llueve hacia
arriba, lluvia ascendente, vaporosa, liviana, desprendida de los minerales,
pura, transparente, para luego llover hacia abajo, caer desplomada, débil o
salvajemente, desmayándose, como cuando tú y yo hacemos el amor dentro de este
instante, cuando la torpeza hace daño y el amor se esconde, entre asustado y
enaltecido, tan suavemente y tan animalmente, tan primitivo, cuando se olvida de
la cultura, y cuando se la recuerda, torpeza asustadiza, ¡ah, lluvia en la
boca!, en el beso más íntimo, más amoroso, más impúdico, más tierno de niñez,
de infancia asesinada. Te quito un pelo de mi pubis de los labios, con la
suavidad amor delicadeza con que el
pájaro quita una espina del nido, sonríes tan tierna que entonces entiendo el
origen del mundo, el destino del mundo, la hondura de amarte y de alguna manera
sentirme amado, escritura tan débil que cuando llora palabras dice que está lloviendo.
¡Cómo se tiende, de satisfecha y gozosa, la horizontal y abismal poesía de la
nada!, la horizontal abismal nada, poesía perfecta, en blanco, sin palabras. ¡Cómo
se extiende, inadvertida, tímida, la más dulce caricia de un sentimiento que se
queda callado y quieto, anclado en las palabras escritas, mirándote! Repito las
palabras, el desorden de las mismas palabras, porque este caos es cíclico,
gigantesco en su menudencia de instante, noche y día en el mismo instante, donde
me hundo en tu cuerpo para copular con tu alma y donde la escritura se
desangra, y que ya será sangre seca, una mancha oscura, sangre de tiempos
remotos, cuando sea leída, cuando la escritura sea lectura, lejos, muy lejos de
la literatura. Pero en la lectura siempre hay pájaros que vienen de vuelta
porque sabes bien que en la escritura las palabras son pájaros que se alejan,
liberándose. Me dices que en tus inviernos no hay pájaros, pero no me dices qué
hay en tus inviernos, más adentro del frío, más, más adentro, dentro de ti, ¿quién
te habita y a quién habitas?, porque el invierno es recogerse, recibirse, darse
al abrazo del abrigo, del propio abrigo, aunque la soledad muerda y escarbe,
¡pero es tan cálido el calor que desprende la chimenea de la compañía, es tan
hogareño el invierno, tan conservador, tan hipócritamente agradable, tan dulce,
tan proclive a la lascivia! Repito el vuelo de las palabras lanzadas al aire, dejo
que caigan sobre la mesa de cristal, otro desorden, otro desbarajuste de letras
muertas, otra combinación posible que termina en el mismo sitio que las demás,
en el silencio mendigo de la escritura. Llega a ser lastimero el canto de la
vida que no tiene canto. ¿Por qué se confunde amar con atar? Es cierto, sobro
en este instante, soy escritura de derrumbes. Miro la luz del día, tiene
manchas extrañas, de azules griseados, nos están envenenando a propósito, viene
otra abeja moribunda y me inyecta sus secretos, su memoria cautiva, te miro,
eres la última luz viva que miro, luego será ausencia de luz en los territorios
del olvido, donde sólo estará la historia oscura, ilegible. El circular
instante reducido de la luz, rodeado de la inmensidad de la no luz. Pero no
existe el círculo, es necesario imaginarlo, inventarlo, fabricarlo. Entonces la
luz ahí, dentro del círculo, impenetrable, infinitos círculos concéntricos, surge
la magia, un desliz, un descuido del tiempo, y entonces somos y estamos dentro
de este instante, una abeja que muere cada vez que zumba en mis oídos el
recuerdo de tus palabras, «sé que nunca estaremos juntos, lo sé, lo tengo
asumido». Eterno instante. Goteo impasible asumido estigmatizado de la tristeza
en la escritura, goteo lírico de la miel en nuestro instante. Fácil de borrar o
de hacerlo desaparecer, expuesto a la intemperie, gota innecesaria para el
océano y gota insuficiente pata un océano. Gasto las pocas fuerzas que me
quedan en anclar la historia del instante a estos desabrigados renglones,
tirando de las gruesas y pesadas amarras del fracaso. Una tristeza tranquila
puede ser mediocre, aceptada, pero es tranquila, aquí y en la escritura, mismo
y único instante. Mientras te depilas, cuidas tus uñas, las limas y luego las
pintas, delicadas violetas, te escribo te quiero en los libros que te vas a
llevar, no estaré, pero mi te quiero sí estará ahí, escrito, nerviosamente
escrito en la primera página de cada libro, quieto, inamovible, silencioso, instante
de eternidad para nada y para la nada, viajará por lugares remotos de los que
nunca sabré, será zarandeado, llevado de un sitio para otro, en viejas y
descuidadas cajas, alguien atinará a leerlo y con risas burlona se burlará del
destino, quizás tú alguna vez lo leas, al tropezarte con los restos de alguno
de ellos, quizás bajo la cama, junto con las secas rosas rojas, quién sabe si
te llevará alguna pálida nostalgia, tan menuda y pálida como la pátina que va
envolviendo las distancias que se alejan en la oscuridad del tiempo, alguna débil sonrisa por
los recuerdos que no recuerdas, los libros irán perdiéndose, desapareciendo, disgregándose,
como si fuesen vidas que ya no están, polvo de huesos que ya no pertenecen a la
materia, y así desapareceré en la niebla por la que desaparece todo lo que deja
de existir, por el ciego túnel del tiempo, pero mi te quiero seguirá respirando
mientras respires, aunque no lo sepas, y aún después, respirando los dos en el
instante del te quiero las distancias y las tristezas que tanto conocimos y conocemos,
el vuelo de la eternidad llevando el olvidadizo instante en su pico mudo, pero
invencible, como una onda gravitacional. Dejo de escribir y alzo la vista de
vez en cuando, sólo para mirarte, ya sintiendo el vacío punzante, habitado por
el frío más frío, de cuando te mire y no te vea, ya pronto, aquí al lado, en el
último mundo, en la frontera del adiós, en el derrumbe. Te miro y toda tú
brillas. Eres luminosidad. Te llevarás la luz.
Quintín Alonso Méndez
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