El último sueño de un viejo
En este instante asombroso
de la eternidad, ves cómo envejezco siglos, palpas mi envejecimiento, las
arrugas del paso de la vida que no estuvo, tan viejo el mundo, tan cansado y
fracasado, cansancio de la inutilidad, de lo no hecho, envejecimiento
desvencijado. Ves todo mi derrumbe, mis ruinas, y quieres ocultármelo poniendo
tu sexo en mi boca, tu boca en mi sexo. No me ves llorar pero sí ves mi mirada
que vidriada se apaga, que se muere conmigo, tan acompañadamente solo, te
viertes en mí, me cubres de tus aguas musgosas, gimo y lloro ante el sublime
placer de beberte, pero soy el que muero. Haces el amor con el que muere.
Quizás otro amor más que se muere, resurgiendo el que nunca murió, con el que
cíclico tienes una cita, con la misma monserga o diatriba del «necesito la luz
de tu presencia», aunque dicho de otra manera, más real, más físicamente real,
menos poética. Pero no iré al cementerio de los muertos, ¿dónde se quedan los
cadáveres, a un lado del camino? Soy el hijo del verbo desaparecer. Desaparezco
en tu sexo, en toda tú. Me engulles en el instante de la creación, mismo
instante de la destrucción, en el exacto mismo instante construyes y destruyes
la vida para hacerla muerte, en este exacto instante en que destruyes y reconstruyes
la muerte para hacerla vida, instante exacto de la escritura en que gritas y
gimes tu rabia hacia mí, tu odio hacia mí, tu indiferencia hacia mí, tu desgana
hacia mí, tu clamor hacia mí, quizás tu dolor hacia mí, justamente ahora, que
quieres vestirme de intercambios de climas y colores. Por primera y única vez,
bebo de lo ajeno, de lo impropio. Y te bebo porque eres el instante y eres la
escritura. No hay más. Nunca hubo más. «Fóllame…», me dices desde la parte más
oculta, desconocida, con fiebre, de la escritura. A tu voz, a los pétalos, que
son tentáculos, de tu voz, me aferro, me apreso, hundiéndome en la oscuridad,
en lo más sublime, en ti, en la leche más pura, que bebo de tu sexo, mordiendo
en la raíz más raíz del mundo, en la lechosa raíz del origen primero y último,
en donde nació el origen y a donde va a morir el origen. Este instante, esta
escritura enana que habría querido que fuese inmensa, mágica, para ofrecértela.
Me rodea la frialdad de la luna llena, que delatora, intrusa, refleja todas las
soledades, cada rincón y cada sombra de cada soledad. La miras y callas, vestigios
de culturas enterradas en el perfil de tu rostro, respiras los olores de la
noche, aquí, donde se confunden las voces de la noche con sus silencios, tus
miedos en la escultura de tus convicciones, ¡tan frágil todo lo que se desea
frágil, lo que se habita frágil y crece frágil! Me engulle la escritura, siento
cómo me va devorando, me traga y me arrastra a su centro abismal de agujero
negro, es el veneno de la muerte que me atrapa, veneno lento, morboso en su
derrumbe lento, en su lento engullimiento, boca oscura de la escritura,
tragadora, instante éste en que escritura y vivencia tienen el mismo desnudo rostro
desnudo de la desnudez, de la nada, donde qué suave y dulce y triste y opiácea
y doliente y perdedora y lánguida es la pereza... la pereza que espera el golpe
definitivo.
¡Tanta intimidad entre tú
y yo, tantas gotas de miel cayendo en el vacío, en la impotencia primero, luego
en la presente penumbra de la tristeza, y que luego por último terminarán
cayendo en la desolación más lastimosa! Todo ser vivo nace con la soledad
impregnada en la materia de la mente. Estoy en el dolor más intenso de la
escritura, el que más destroza y consume, el que arrebata y destripa. A
tirones, a jirones, a jaladas desde las entrañas y jalando de las entrañas, la
sensación al mismo tiempo de arrebatamiento y aplastamiento. No se puede tener
una muerte digna si se vive en la pereza y en la abulia de la tristeza. Estoy
en este dolor, en el más perezoso y abúlico dolor, en el más intenso instante, en
el dolor mismo del instante, chasquido que se apodera del alma, asustado estoy refugiándome
en los incontables, y siempre por encontrar, rincones de tu cuerpo, que
reflejan la piel, los anhelos del espíritu encarnecido, tus risas y tus
llantos, y lloras, es el rincón oculto del llanto que necesita salir a la luz, romper cristales, y te preguntas qué
haces aquí, quién soy yo, y lloras, buscas la salida, lloras, te asfixias, te
asusta mi presencia, no sé si te hablo, sin tocarte, he sentido la ruptura de
la rama, su chasquido, y aún no quiero verlo, siento el chasquido del instante,
lloras, no me miras, «¿qué hago aquí, en un lugar desconocido con un
desconocido?», y ya ha sido el chasquido, la ruptura de la rama, se hace un
silencio calmo, las aguas de las distancias vuelven a su sitio, y callas, y te
desaparecen las lágrimas, respiras, miras alrededor, vas abriendo los ojos,
quizás te viene algún recuerdo, alguna pincelada del tiempo se ha posado en tus
ojos, y te quedas, decides por un instante quedarte en la eternidad de este
instante, te dices que tan sólo es un instante, el sacrificio de un
insignificante instante, nada, la mordida de un mosquito o el simple roce de
una hormiga a lo largo de toda una vida expansiva, pletórica, aunque en el
derrumbe me dirás «no quería rendirme», me recibes, me muestras caminos
insondables, algunos caminos que quizás escondas y guardes para siempre en tu
caja vacía, no sé si te olvidarás de mi nombre, pero de mi otro nombre, del
oscuro, el que nadie conoce, el nombre del inexistente, con el que hablas
cuando hablas conmigo, y con el que no hablas, con el que te acuestas mientras
te acuestas conmigo, entonces, ¡ah, bruja que das pero no recibes!, me llevas a
tu placer inaccesible de muertes pequeñas, infinitas, infinitas pequeñas
muertes en este instante inconmensurable, en la insignificancia de este ahora
solitario y definitivo en que escribo, siento entonces que en alguna parte de
mi interior germinan los versos más libres, más limpios, tus versos, esos
versos que también guardarás en el fondo de tu caja vacía. A la escritura la
rodea un tiempo sur que seca las palabras, los sueños, el tabaco de liar que
casi a diario me salva de no arder y convertirme en cenizas antes del momento
escrito, casi a diario encuentros medios cigarros sobre las sábanas, sobre mi
cuerpo, en el sofá, apagados, caídos de mi mano por algún resbaladizo sopor.
Escritura que también llegará tarde para ser literatura. Literatura sin piel. Y
guías mis manos, los pulsos y latidos de mis dedos, te arqueas y creas el
puente de la lujuria. Me entregas tus más exquisitos temblores, los que sacas a
relucir sólo en los días de exultante fiesta. Algún día dirás que ensalzo este
instante para tener el gran motivo del derrumbe. Te darán la razón. No sé más
que esto. No hay otra vida que mi escritura que te hace el amor. No hay más. No
dejaré de ser y de estar en este instante, no esté donde no esté. Riego las
plantas mientras te vistes, me llamas, te ayudo a vestirte, a desnudarte. Inevitables,
caemos en la cama, que se abre para cobijarnos, enternecernos como la yerba de
primavera. Caminamos por la tarde, por el paseo de palmeras, sabor a dátiles en
tus labios, «y en los muslos, en el interior de los muslos», me susurran golosas
las hormigas, «¿de verdad quieres ser padre?», te falta añadir «¿a estas
alturas?», no quiero que me veas las lágrimas y te hablo de las bicicletas en
estas tardes de sol, las bicicletas que iban y venían mientras, sentado en
aquél banco de piedra, yo buscaba un verso en los quejidos de la luz, te digo
que es el mismo quejido que siento amándote, «desde siempre busqué tu quejido»,
te digo, el quejido de la luz, quejido que entra en lo más adentro de antes del
tiempo, quejido sin boca, sin garganta, sonido de la tierra de antes de la
materia, quejido como de una espera que nunca tendrá encuentros, pero el
quejido que se enreda en el instante, en el mismo instante, con el otro
quejido, el de ese encuentro que ya no tendrá esperas, ni bancos de piedra donde
sentarse, ninguna esperanza en los colores del paisaje, en los gestos de la
brisa.
Quintín Alonso Méndez
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