El último sueño de un viejo
__No son pardelas –me
dices--, son tus manos. Son tus manos…
__ Buscan el nido de la
oscuridad, ahí tejen, tejen la luna y tejen los alambres de las caricias
nocturnas, se cobijan, gimen con excitante y cálido roce de la cálida brisa
oscura, se introducen en la humedad de la serenada, palpan el latido del
temblor, de la lava en el agua, palpan y estimulan las olas negras del sexo,
que se abren líquidas, palpitadoras, las flores del mar.
__Son tus manos…
Escribo con la memoria
del dolor, que exalta este instante a lo más sublime y aletea herida de muerte,
nublándose, como esa ala partida del alma, que cae y se hace cenizas antes de
llegar al suelo. No sé si es la escritura o eres toda tú, pero tenerte aquí,
así, acariciándote así, sentimientos que no tienen palabras, sólo el color de
las carnes desnudas deshojadas, desnuda y abierta al horizonte cada isla del
cuerpo, confirma mi ausencia del mundo, mi mundo de ausencias, un árbol sin
hojas en el otoño de la edad con las ramas secas, cuando la edad ya no tendrá
tiempo de doblar la esquina del destino y no volverá a ver el color radiante de
las hojas verdes resbalando por la suavidad de los días, retoñando. Somos los
amantes del instante, del único instante sin instantes, o lo estoy siendo yo,
cuando en realidad mi vida está vacía de instantes, incapacitado para amar,
instante que me regalas pero que se cae al suelo, no se rompe, se hunde en la
profundidad terrosa de la nada, ahí, bajo tierra, donde es perfecta la vaciedad
del silencio. Miras desde la ventana, miras ese horizonte que desconozco, que
acabas de dejar y por el que suspiras con la modestia de la quietud, de la
sonrisa despreocupada, sabes que pronto te perderás en el abanico abierto de
ese horizonte, multicolor, agradecido, juguetón, que te espera. Mientras lío el
cigarro, te miro, me entretengo en la encarnación del sol en tus caderas, en la
cascada de lluvia negra de tu pelo deslizándose por la espalda, me entretengo
en mi rito suicida de liar el cigarro, para no dejar de mirarte, con deseos de
decirte que te quedes así, así, quietud, paz en esta menuda distancia infinita
que nos separa, eternidad inmaterial, materia que se me escapa en cada caricia,
en cada gesto erotizado, y ahora mi mano, que quiere escribir la inmensa
amplitud del sentimiento inmenso de al fin mirarte y verte, se escabulle, vence
las dificultades de la torpeza, y te encuentra, ya húmeda, ya deshojándote en
los pétalos de lo que nunca tendré, estás de espaldas, no te vuelves, nunca te
veré la tristeza, pero extiendes la mano, inicio del gesto que anuncia
calladamente la desnudez
__ven –me dices. Las
delgadas nubes blancas dicen que mañana será viento.
Y miro tu mano que parpadea, que es la luz y
son las sombras que se escabullen entre tus dedos, parecen mariposas diminutas
de alas pardas y plateadas, tu mano que quizás me implora «quédate ahí, quédate
ahí, que se eternice el instante en la quietud de la nada», y no te vuelves y
no te llamo y no se mueve el aire, y no veo la tristeza en tus ojos, y no ves
la derrota, el derrumbe, en los míos, es el instante del amor, miro tus
hermosas caderas y tú sabes que las miro, y así te ofreces, temiendo y
aceptando y saboreando este temblor antes del temblor, o es después, todo es
después de no haber vivido, de no haberme levantado, acercarme a ti con el
silencio preciso de que lo sientas desnudándose mientras silencioso me acerco,
y susurrarte, mordiendo el escalofrío de tu cuello, «te he secuestrado», y aquí
te tengo, secuestrada, atada en la escritura, aún más libre que la ausencia,
aún más lejana que en el encuentro mismo del instante, lo has visto al mismo
tiempo que yo, el parpadeo súbito, instantáneo de lo que nunca será y los dos
callamos, hurgándonos. ¿Tristeza, dolor, pena? Nada. El descubrimiento
repentino, brusco, de que la nada existe, ese cordel que une y al mismo tiempo
separa, pero que confirma, mortalmente confirma.
__Quédate así, no te
vuelvas, quiero decirte una cosa.
__Dime…
Es cierto que el aire
tiene alas, en ellas pongo mis palabras para que te lleguen después, pronto,
ahora mismo, en el centro del instante, cuando yo ya no esté.
__Es verdad.
Dejamos que el silencio
se desparrame por todos los surcos de todas las sensaciones, veo cómo las
hormigas muerden tus caderas, tu vientre. Vas a decirme «¿qué es verdad?», pero
callas, todas las palabras terminan ahogándose en el estanque de la garganta,
callas, aguardas, ¿apenada?, a que el viento, cualquier viento, sorpresivo, una
ráfaga de un presentimiento, te acerque mis palabras.
__Eres tú –te digo.
Nunca el silencio ha
tenido un lugar tan preciso, un espacio en el tiempo tan nítido, natural, tan
exacto el silencio, tan limpio, sin edades. Una nube gris, hija de la claridad
azul, baja y nos aprisiona, nos lleva a la cama. Nunca el silencio habitó
tantos sueños, tantas derrotas nada más conocer los sueños. El gran sueño de
Virgilio fue quemar la Eneida, purificarse, morir él, quemando la obra para
volver al origen, a la nada de antes de la nada. Así escribo los renglones de
la historia, amándote, con la sensación de que siempre es desde aquí, desde
fuera, desde fuera de ti y fuera de mí. Estos son los renglones que aún están a
salvo, a flote, pero que terminarán hundiéndose en el océano oscuro del tiempo.
Nunca un silencio tan intenso, puedo tocarle sus fríos huesos desnudos, ha
podido caber en un instante tan fugaz, tan inexistente de tan fugaz. Y nunca un
silencio tan inmenso ha llameado tanto en la carne, en el vacío del mundo, este
vacío inaudito hijo del silencio, desgarrándose en el acto de amarte. Tus
dedos, o son las mariposas del destierro, trepan el aire, por el filo de la
ventana, tu boca se abre a la luz transparente, «tienes que hacer algo con las
hormigas», me dices, «o te van a echar de tu propia casa». Desde detrás de ti,
veo tu mirada perderse en el sueño que te espera. Se va por océanos tu mirada,
y por ellos navega. La tos cavernosa se instala en mí, tan oscura como la noche
incierta, y esta tos es la única voz que habita la noche, gruesa y ronca como
el rumor del silencio en este paraíso aislado, infinitamente alejado de los
demás paraísos, paraíso dentro del instante, inabordable instante. Cohabito en
ti y muero en ti, atravesado por la sonrisa que me regalas, igual de
inolvidable que el olvido más prolongado. Soy el abismo. Beso todas tus bocas,
recogiendo besos para el viaje. Será la única agua que me lleve para el viaje
más seco con el paisaje más desolado. ¿Por qué me das tanta vida de poner y
quitar? El primer síntoma de la vejez es el abandono, que viene de la mano de
la desmemoria, hay días que me olvido de los zapatos y salgo de casa descalzo,
otras veces he de regresar a por las gafas, tan difuminada la luz de la vereda,
y ya muchas veces, en casa, me olvido de quién soy, me dejo el fuego encendido
y hasta tengo la tentación de ponerme las alas para verte volar. Con el
abandono viene el cansancio, y ya sabes que los cansancios sólo pueden traer
derrotas, derrumbes de edificios enteros cuyos pilares son los recuerdos,
roídos por el desconsuelo.
Quintín Alonso Méndez
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