lunes, 25 de enero de 2016


                                   El último sueño de un viejo

__Muy bien. Todo me resulta conocido, ¡cuántas veces me vi aquí, pensando que nunca estaría aquí!
Callo. Me recreo en tus manos, viendo cómo las hormigas ya se acercan, envolviéndote. En el vuelo no existe más que el volar, el dejarse llevar por las corrientes.
__Bésame…
Te beso. Lamo tu lengua. Mordisqueo tu labio. Me levanto y le grito al mediodía azul
__¡te quiero!
__Estás loco.
__Sí.
Me siento, te beso. No lo sabes, pero vierto mi tristeza en tu boca, ¡ah, instante de todos los instantes!
La pena tiene peso. Peso que oprime, reprime. El peso de la nada del instante es el peso que dobla, tumba, mata. No hay playa en este instante, la playa la fabricamos nosotros, sus arenas son las orillas de nuestros sexos. Bajo escaleras y me tiemblan las piernas, las subo y las rodillas se me clavan como hierros incendiarios, asesinos. Todo es contigo, todo. No hay playa, el mar te pertenece a ti, es tuyo. Siempre lo he sabido. Pero infinitas playas en el instante de la entrega de tu cuerpo, de tus sentimientos vagando por la costa, descifrando los signos que el destino te envía, tus silencios son palabras para el mundo que te espera, y son silencios que me muerden a mí, tan lejos de todo, tan apartado, como el páramo del bosque. Soy el canto glorioso de lo que no hay, la música la pones tú, que la llevas ordenada en tu mente por colores. Aquí no hay trenes porque no hay estaciones. Las lágrimas son el picotear de los astros nocturnos en el techo de la noche, bajo la que se aguarece la solitaria nada. La tos, buena compañera, no me deja, es como la estupidez, que decía Camus, siempre insiste, por eso la escritura parece que brinca barrancos cuando sólo tiene pequeños sustos, pero es que la escritura sabe que el derrumbe viene de antiguo y deprisa, de antes de todo nacimiento. Somos el intervalo cerrado de un instante, esa pequeñez que todo dios desprecia. No te gusta, rechazas que mi lengua horade en tu oreja, antesala del susurro, del gemido que quiere subirse a la pleamar, encaramarse en tus caderas. Tienes fronteras para mí, el instante no da para trepar, ni siquiera para descender, me acuesto con tu tristeza, que es dulce porque cierras los ojos y entonces dulcemente recorres tus naufragios y los abrazas. Te pertenecen. Así estamos aunque no estemos. Soy la pieza innecesaria para tu puzzle, pieza que cuando la recuerdes, la veas ahí tirada dentro de la olvidada caja, te traerá de vuelta una leve sonrisa. Nada más. Y nada menos. Demasiado premio a un instante. Me ofreces el sexo de tu sexo y el silencio de tus sentimientos, por eso soy dios en el instante, aquí, ahora, la escritura, yo. El instante no tiene fecha, tampoco territorio. Sólo tiene la edad y el continente de una isla inexistente. Paseo poco por el pueblo, mis paseos son al aire libre de la oscuridad, me hago pluma oscura de ave nocturna, así invisible recorro los caminos y me apoyo en las esquinas de lo que no tiene remedio. Cantan las cigarras y lo que oigo es el crujido de la barca que se seca en un vértice de mi desierto. Me dices que estás mojada y la tristeza me crece, pero me crece el deseo, ¿la vida es una alucinación cuando se envejece? Porque ahora te miro, te toco, toco tu mirada, miro la hondura de tu materia, y me digo que lo único hermoso que queda antes y después del instante, es morir. Pero seré muerte distinta en el derrumbe. No te gusta, rechazas que hormiguee en tus sueños, no estoy en ellos. Antes del instante ya fui borrado.
__Me gustaría volver a casa. Tengo ganas de ti.
¡Cuánto me duele la belleza de tu mirada!, mirada que no volveré a ver. La guardo aquí, en la escritura, bajo las palabras.
__Vamos… --me dices, y tu sonrisa húmeda me estremece.
La noche despejada con luna, augura una gran serenada, mañana las flores tendrán perlas transparentes en sus pétalos, y en tu piel desnuda, en la oscuridad, brilla la excitación, parpadeos del placer, nuestras voces se quiebran.
Quintín Alonso Méndez

 

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