El último sueño de un viejo
__Muy bien. Todo me
resulta conocido, ¡cuántas veces me vi aquí, pensando que nunca estaría aquí!
Callo. Me recreo en tus
manos, viendo cómo las hormigas ya se acercan, envolviéndote. En el vuelo no
existe más que el volar, el dejarse llevar por las corrientes.
__Bésame…
Te beso. Lamo tu lengua.
Mordisqueo tu labio. Me levanto y le grito al mediodía azul
__¡te quiero!
__Estás loco.
__Sí.
Me siento, te beso. No lo
sabes, pero vierto mi tristeza en tu boca, ¡ah, instante de todos los
instantes!
La pena tiene peso. Peso
que oprime, reprime. El peso de la nada del instante es el peso que dobla,
tumba, mata. No hay playa en este instante, la playa la fabricamos nosotros,
sus arenas son las orillas de nuestros sexos. Bajo escaleras y me tiemblan las
piernas, las subo y las rodillas se me clavan como hierros incendiarios,
asesinos. Todo es contigo, todo. No hay playa, el mar te pertenece a ti, es
tuyo. Siempre lo he sabido. Pero infinitas playas en el instante de la entrega
de tu cuerpo, de tus sentimientos vagando por la costa, descifrando los signos
que el destino te envía, tus silencios son palabras para el mundo que te espera,
y son silencios que me muerden a mí, tan lejos de todo, tan apartado, como el
páramo del bosque. Soy el canto glorioso de lo que no hay, la música la pones
tú, que la llevas ordenada en tu mente por colores. Aquí no hay trenes porque
no hay estaciones. Las lágrimas son el picotear de los astros nocturnos en el
techo de la noche, bajo la que se aguarece la solitaria nada. La tos, buena
compañera, no me deja, es como la estupidez, que decía Camus, siempre insiste, por
eso la escritura parece que brinca barrancos cuando sólo tiene pequeños sustos,
pero es que la escritura sabe que el derrumbe viene de antiguo y deprisa, de
antes de todo nacimiento. Somos el intervalo cerrado de un instante, esa
pequeñez que todo dios desprecia. No te gusta, rechazas que mi lengua horade en
tu oreja, antesala del susurro, del gemido que quiere subirse a la pleamar,
encaramarse en tus caderas. Tienes fronteras para mí, el instante no da para
trepar, ni siquiera para descender, me acuesto con tu tristeza, que es dulce
porque cierras los ojos y entonces dulcemente recorres tus naufragios y los
abrazas. Te pertenecen. Así estamos aunque no estemos. Soy la pieza innecesaria
para tu puzzle, pieza que cuando la recuerdes, la veas ahí tirada dentro de la
olvidada caja, te traerá de vuelta una leve sonrisa. Nada más. Y nada menos.
Demasiado premio a un instante. Me ofreces el sexo de tu sexo y el silencio de
tus sentimientos, por eso soy dios en el instante, aquí, ahora, la escritura,
yo. El instante no tiene fecha, tampoco territorio. Sólo tiene la edad y el
continente de una isla inexistente. Paseo poco por el pueblo, mis paseos son al
aire libre de la oscuridad, me hago pluma oscura de ave nocturna, así invisible
recorro los caminos y me apoyo en las esquinas de lo que no tiene remedio. Cantan
las cigarras y lo que oigo es el crujido de la barca que se seca en un vértice
de mi desierto. Me dices que estás mojada y la tristeza me crece, pero me crece
el deseo, ¿la vida es una alucinación cuando se envejece? Porque ahora te miro,
te toco, toco tu mirada, miro la hondura de tu materia, y me digo que lo único
hermoso que queda antes y después del instante, es morir. Pero seré muerte
distinta en el derrumbe. No te gusta, rechazas que hormiguee en tus sueños, no
estoy en ellos. Antes del instante ya fui borrado.
__Me gustaría volver a
casa. Tengo ganas de ti.
¡Cuánto me duele la
belleza de tu mirada!, mirada que no volveré a ver. La guardo aquí, en la
escritura, bajo las palabras.
__Vamos… --me dices, y tu
sonrisa húmeda me estremece.
La noche despejada con
luna, augura una gran serenada, mañana las flores tendrán perlas transparentes en
sus pétalos, y en tu piel desnuda, en la oscuridad, brilla la excitación, parpadeos
del placer, nuestras voces se quiebran.
Quintín Alonso Méndez
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