El último sueño de un viejo
Al nacer, se empieza
siendo viejo, y luego, cuando el cuerpo empieza a no responder, se empieza a
ser joven. Envejecer no es más que aceptar la derrota. Así he sido. Días
perfectos, como si el tiempo y el espacio, de nuevo de acuerdo en el mismo
latido, en el mismo pulso de los horarios y las mareas, estuvieran
despidiéndose de mí. Con el paso de los días, lo que queda, las migajas de lo
que queda, se va concentrando alrededor del núcleo, para así, condensado y
concentrado, todo desintegrarse en el fin, engullido por la materia oscura de
la no materia. Será entonces el júbilo de la nada, el silencio del grito. Contigo
el tiempo tiene dos tiempos, el tiempo sin tiempo en que nuestros cuerpos se
aman, se entregan, se trenzan y destrenzan, y ese otro tiempo que no quiere
quedarse a nuestro lado, que vuela cruel con sus enormes alas desplegadas alejándose.
Ese saber que te estás yendo, continuo goteo dentro del instante, esa tristeza
callada dentro del sueño. Este mirarte y mirarte mientras me digo que mañana no
estarás, que entonces el mundo se vestirá del color más oscuro de los
silencios. Me gusta desvestirte lentamente, que sea el roce, sonido de lluvia
de las respiraciones, ver cómo tus ojos se van llenando de agua, se entreabren
húmedos tus labios, se llenan de temblores y quejidos quedos tu nuca tu cuello
tus pechos, se estremecen tus caderas, infinitas hormigas que bajan por tu
espalda, resbalan por tus nalgas tu vientre, ruedan por tus muslos, jadea la
lluvia, suavemente los mueven, abriéndolos, toda la ternura todo el temblor
toda la sed del futuro deslizándose por tu pubis, hundiéndose en la hondura de
tu sexo, como la lluvia en el rostro de la tierra. Me gusta vestirte despacio,
acariciándote. No quiero dormir, miro tus rostros llenos de lunas, una y otra
vez, círculo de un instante y un círculo en cada instante. El cuello vestido de
orillas desnudas, y la nuca vestida de luna y desnuda de luna, en el cobijo de
tu cabellera de oro negro. Tu mirada triste asomada a la ventana me dice que
pude cambiar el mundo. Tu mirada, posada como una mariposa quieta sobre las
aguas de la magua, me dice que cambié el mundo. Lo cambié antes y lo cambio
ahora, en la escritura. Lo hice derrumbe. Derrumbe será. La tristeza, más que
el agua, apaga la hoguera, y la tristeza, descalza, camina sobre las ascuas. La
sensación de que me coge de la mano, me lleva a un aparte del vacío y me dice
«despierta, ¿es que no ves nada?». Vi, hace tiempo, un sendero que iba de
vuelta. Me senté en la piedra de la noche que oscurecía y se lo dije al
silencio, «ya perdí lo que nunca tuve». Observo tus largos dedos, observo por
primera vez la delgada blancura que ha de tener la muerte, el paso de los días
cuando todo sea ausencia. La muerte más mortal de todas, la muerte en vida. Boca
abajo la vida y boca abajo los cuerpos, mi pecho tendido en la explanada
arenosa de tu espalda, abierta me recibes y te ahuecas en mi vientre, ¡ah, resbaladizas
arenas, húmeda boca que se contrae y me atrapa y me engulle! Los planetas, con
sus satélites, mueven la noche en su inmovilidad de silencios y de inmóviles ruidos
nocturnos, solo se mueven, como reptiles perezosos, los dos cuerpos desnudos,
ebrios de sed y sedientos de la ebriedad más ebria, de la inaccesible, de la
más oscura y transparente sed que no podrá ser saciada, que es apenas el roce
de un gesto que se quedará para siempre en la memoria, nunca siquiera en el
roce, como el gemido, que nada más ser gemido ya es ausencia, resplandor
ausente, este resplandor que deslumbra dentro de la niebla y que brilla en la
humedad de la piel. Movimiento de las palabras que nadan y lengüetean y mueren dentro
de las bocas, sin ser pronunciadas, pero sí lamidas, sí bebidas y penetradas,
sí absorbidas por la voracidad del instante, sí rotas en estanques del cristal
más prístino. Palabras que tampoco se quedan en la escritura, que fueron
devoradas por el instante indetenible, inexistente. A la escritura llegan las
ruinas y en ella se amontonan, catedrales de ausencias y distancias, ruinas de
lo que no fue se esparcen por los renglones, montañas esqueléticas de ruinas,
pero ruinas reconocibles desde cualquier punto de lo que no existe. No tiene
medida lo que no alcanza al silencio. El dolor más doloroso en el centro del
instante, porque en el momento mismo de ser instante ya es medida fuera del
silencio, ya es evocación y cansancio, ya es espacio de otra parte, tiempo de
otro tiempo y por eso espacio más lejano, espacio de otro tiempo y tiempo de
otro espacio, medida lejos de mis manos, lejos de aquí, también lejos de la
escritura, lejanía que se aleja para que se acerque lo más cercano, el vacío
más vacío, más hueco. Es así el dolor de amarte. Así duele el placer de tenerte
y ya no tenerte, instante que se hunde en la escritura y se pierde hasta
desvanecerse. También las palabras escritas tienen el destino de la muerte. Abrazado
a ti dentro de la noche, mi mano en la luna de tu cadera. En ti y en la
escritura, soy la muerte en la vida. Seré la vida en la muerte. Se me estremece
la ternura, el deseo, la tristeza, cuando de espaldas te quitas las bragas para
que vaya a tu ofrecimiento de altar de sacrificio de entrega. Me llamas para
que me encadene a ti, a tu ausencia, a tu siempre no presencia. Y a ti fui antes
del instante, tan después, un instante imposible en el que nunca creí, siempre
lejanas las presencias en mis territorios, no podía ser de otra manera. Lo
supe, adiviné el momento de bajar los brazos, de amordazar las palabras,
fortalecerme de puertas para adentro, procurando lentamente, ¡ah, tiempo
imperdonable que no perdona!, de que tus deseos de no rendirte no dañaran las
flores que nunca recibieron tu visita, y entonces te hablaba, de cosas, de cómo
las estrellas aquí al mediodía se dedican a escarbar detrás de las montañas,
inventan el rumor lejano, el latido de lo que late fuera de este silencio, de
esta voluntaria soledad que se aleja para no interrumpir ningún atajo, ningún
afluente susurrante del camino, ningún desgarro sublime. Y bajo la mano, que
resbala por tu cadera y se posa en el pubis, ¡ah, se remueve inquieto tu
descanso, se rebela el sueño!
Quintín Alonso Méndez
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