La Prosa
Acto o día uno.
El escenario es un día con el color nostálgico del gris. Música entremezclada de
violines gruesos y agudos con el bullir de pájaros ocultos en la espesura de
las hojas que barrunta tormenta.
Una casa destartalada en el árido campo
–hay que llamarla casa porque un día aspiró a ser hogar--, pintada de rojiza piedra
de cantera, pecado mortal habría sido el enjalbegarla, aparte de que atraería a
la inhóspita tierra fantasmas de sábanas blancas, con techo a dos aguas, de
tejas descoloridas y rotas, semihundidas, secas en lo más sublime de la rugosidad,
sostenida renqueante pero en pie por alguna mano del otro mundo, ¡ah, la
dulzura desgajada, opiácea, de la amapola!, con acomplejados ojitos tímidos de
tejado a la intemperie, pero alertas, de perenquenes y gomeretas --de los pocos
supervivientes en medio de tanta secura--, rodeada de pequeñas lomas del color
de la enfermedad, verdes amarillentas, alisadas, de la misma tela que dejó al
descuido la remota lluvia, perfiles de las nalgas y las caderas perfectas de
una divinidad de hembra desnuda, tendida, con el color suave y delicado de la otoñal
primavera rondándole las finas estrías de la piel, puede que sean heridas de
otros planetas, como los tallos de la yerba castigados por el sol, que se
quiebran. Un hombre con sombrero de paja, encorvado sobre la tierra, al que ya
le pesa el cuerpo, apoyadas las manos en las rodillas, se mueve lento, como si
buscase algo en la tierra agrietada y seca, ¿o le está hablando al silencio del
tiempo? Unos pocos árboles desperdigados, viejos eucaliptos y viejos olmos, cuyas
ramas recuerdan a astillados mástiles vencidos de barcos naufragados, un vago
olor a menta y sensación de rugosidad de madera al tacto del aire en el rostro.
Despacio, el hombre malamente se yergue, apretándose esa lumbalgia que amenaza
con incendiarlo con las dos manos, y malamente erguido, despacio va alejándose
de la casa, y ya camina, sin detenerse a mirar hacia atrás, seguido por un
perro que parece protegerle las maltrechas espaldas. En el paisaje de
fotografía antigua se dibuja el contraste entre la pesadez del hombre vencido y
la robustez viva del perro. No se detienen, saben que se aproxima la noche y
antes han de encontrar cobijo. El perro ladra, acercándose al hombre, frotando
el hocico en la pernera: se ven diminutas luces a lo lejos. Aprietan el paso y
el hombre aprieta los dientes para amordazar el dolor afilado que tira de sus
piernas. El hombre mira a lo alto, un abismo espeso de gruesas nubes entra en
sus ojos, sabe que éste es el momento, es la memoria, de avivar más que nunca
su vocación incumplida de llegar al mar. Mira al perro y le habla, le pregunta
cómo sería la expresión artística si no existiera el dinero, cuánta exuberancia
de arte habría, el perro vuelve a ladrar mirándolo, alzado sobre las dos patas
delanteras apoyadas en el vientre, y él suelta una oscura carcajada, mirando de
nuevo a lo alto, al cielo encapotado, una amenaza de lluvia impronta, maligna,
que arrastrará la tierra de los campos, las semillas, llevándose lo poco que pueda quedar de vida. Más
allá de creencias, sabe que el perro le lee el pensamiento y le acompaña los
sentimientos y en los sentimientos. Uno, a solas y sin darse cuenta, se va
dejando morir. Se dice y le dice en silencio al perro que da vueltas a su
alrededor, «estás contento», con la voz oscura de otros tiempos. ¿Por qué,
desde que se acuerda, se le precipita tanto el día y se le alarga tanto la
noche?
quintín alonso méndez
No hay comentarios:
Publicar un comentario