La Prosa (3)
De lo más remoto no se acuerda, ni
siquiera de lo más cercano, pero necesita inventar recuerdos para alimentarse. Y
más siente que se precipita todo desde que descubrió su vocación fanática de
llegar al mar. A su alrededor es la oscuridad completa. Pero el parpadeo a lo
lejos de unas amarillentas luces mortecinas cada vez es más cercano, como si el
cielo hubiese bajado del todo a la tierra y fuesen los destellos de unas pocas estrellas
melancólicas que quizás ya no existan. Solo la luz sobrevive a la desaparición
del cuerpo y navega solitaria por el mundo, con su fugacidad personal e
independiente. Al poco los recibe, «solapada indiferencia de ojos curiosos
instalados en la morbosidad mirando por las rendijas», murmura el hombre, una
tenue luz amarilleada por la espesura de los años, que cuelga, boca abajo, y
bajo un escachado sombrero de hojalata, de una pared del color de los huesos de
los cadáveres, un alargado banco de piedra sostiene vertical la pared sobre un
suelo de tierra dura, ya hecha a la soledad sin el agua, una pequeña ventana cuadrada
de marco y hojas verdes, una sellada y estrecha puerta, también verde, desgastado
el verde, resequida la madera, una maceta de geranios rojos custodiando la
entrada, o protegiéndola de los malos espíritus que no dejan de caminar sin
destino ni rumbo por las noches solitarias del lugar, llenas de cuchillos,
navajas, hoces, ensangrentados, es como una placita delante de la casa, es la
bienvenida, la entrada al pueblo, «estamos entrando por el Camino Real», le
dice con voz apagada al perro, que se adelanta olisqueando, midiéndole la
temperatura al enemigo, al banco de piedra, a las paredes de las casas bajas,
de una sola planta, con azoteas con liñas de verga como avisos o trampas para
el vuelo, que ya sabe que su compañero de viaje no es demasiado amigo de la
gente, para quien más de dos reunidos ya es gentío, amenaza de descalabros, de
los malos presagios. Pero aún no entran en el pueblo, el hombre se detiene y se
sienta en el banco donde se dice que se habrán sentado tantos perdidos,
apoyando la espalda empapada en sudor en la ya nocturna frescura de la piedra
de cantera. Respira o jadea, se deja vencer por el cansancio y paladea el goce
de los huesos, vencidos, alivio de los picotazos del dolor en sus carnes. El
perro se tumba a su lado, ambos claman por un agua salvadora que se asoma en un
cazo de latón por la oscura, impenetrable, puerta, el mango del cazo sostenido
por una mano cuarteada por los recuerdos, la mano aún firme de una mujer de
edad indefinida, vestida de negro con pañuelo negro, de mirada antigua, muy
antigua, negra o vacía, mirada de otra parte o de la parte más prístina del lugar,
la misma mirada de los antepasados que se detuvieron aquí, o brotaron aquí, de
las raíces más profundas del silencio, silencio que se hace más ostensible
saliendo de la mirada inexpresiva de la mujer desparramada en su rostro, el
hombre tiende la esquelética mano y pone el cazo en el suelo, deja que primero
beba el perro, que se traga el agua en apurados lengüetazos, vacío el cazo que
la mujer, más silenciosa cuando se mueve, coge y con él entra en la oscuridad
de la casa, para al poco rato salir y entonces sí, le tiende el cazo al hombre,
que lo coge con la pausa de las prisas, de la sed que le galopa en el corazón.
Oye cómo se cierra la puerta, un leve sonido de presencia que desaparece. El
hombre y el perro saben que se encuentran en un mundo irreal, pero al que deben
afrontar para poder continuar camino, en busca del mar. El cansancio y el
olvido de las tristezas los duerme. Luna nueva
quintín alonso méndez
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