La Prosa
Siempre me quedan cuentas pendientes
con la prosa, y será inquietud, desazón, sensación de consistencia de mi inútil
vida, hasta que no regrese a ella. En eso estaba pensando, en lo que miraba y
veía caerse la tarde, y eso escribo ahora, ya con la tarde vencida cayéndose detrás
del atardecer, un atardecer de diamantes encarnados y violáceos. La prosa no es
una barca, la prosa es una terraza de medianías desde la que se vislumbran las
sonámbulas barcas que peligrosamente se balancean en un mar voluble de arenas
movedizas. O puede que sea todo lo que desconozco o no existe y a lo que me
aventuro inconsciente a darle existencia. En estos momentos que escribo, me
vengo a mí y pienso que la prosa es el banco de la plaza bajo el árbol donde te
espero. Y recuerdo entonces lo que rezongaba mi abuela, sin mirarme, sentado a
su lado en silencio, extasiado en su magia y en las raíces de mis futuros
fracasos, mientras sus metódicos y cíclicos dedos de misas y rosarios
entrelazaban las tiernas y lisas hojas de palma, frescas de lluvia, haciendo un
cesto, «cuando esperes a una mujer, espérala sentado» (no era necesaria,
sobraba, la sonrisa burlona: pero no sonreía, ella seria en su seriedad
matriarcal, con la cabeza gacha envuelta en el pañuelo negro de las palomas
siempre de luto, solamente rezongaba y luego callaba, trenzando las hojas de
palma, hasta que me levantaba y en silencio salía a la calle, a dejarme caer en
el abismo caluroso de la tarde. Aquellas eran tardes de geranios y de vestidos
cortos floreados de chiquillas jugando al tejo). Aunque parezcan tiempos
interminables, perdidos los tiempos y perdido yo en un temporal de vacíos, sin
una rama a la que asirme, las pausas sin la prosa son muy cortas, fugaces
estrellas invisibles de días melancólicos, como si esperasen sentados un
estallido de luz, una sonrisa, una voz, pero lentamente se va oscureciendo sin
que nada ocurra, y entonces hay que apresurarse antes de que la locura se
apodere de la casa, dejar abiertas puertas y ventanas de par en par, y pronto,
sentado a la mesa de cristal, teniendo el mar al lado con sus murmullos de
música que embriaga, reanudar el camino solitario a través del interminable
desierto de la escritura, donde no me hallo ni me hallaré.
Me temo que voy a
escribir de ti, me temo que eso es lo que deseo, escribir de ti o escribir para
estar contigo. Y será una luna corta, de veinticuatro días. No sé nada más. Pero
me atrapa, me llama y me hunde este desierto en blanco como la sed, aparte de
que necesito estar contigo y de que es la única forma que conozco para
habitarte y que me habites, y además con la gran fortuna de sin la pesadez y la
monotonía molesta, en muchos casos inoportuna, cansina, de la presencia física.
Escribir es magia. Magia
que proviene de alguna parte, que quizás haya surgido de algún agujero de una
vieja esquina y que alguna brisa débil ha traído hasta aquí. Tropiezo con la
materia de lo invisible y lo intocable, y siento cómo me rasga su piel la piel
del alma. Cada palabra es un pequeño puñal de cristal, brillante como la luz, una
gota de las uvas de la sangre y el agua. Es magia, barrunto barrancos y océanos.
Será magia. Primavera, dice la luz en los verdes y en los picos de los pájaros,
en el brillo de los minerales
quintín alonso méndez
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