Escriturasfugaces
Cuando escribo, pierdo
vida (pierdo materiales que me sostienen, se me caen irrecuperables las
sustancias, inevitable leproso), y a veces, muy pocas veces, cuando me leo,
llevo la vista lejos y me digo que la vida ha de existir en alguna parte,
recupero la sombra de lo que fue escrito, lo inevitable de una tarde vacía
llena de sol. Es cuando desnuda se me presenta la tarde y todas las demás
tardes a las que solo las distingue el clima. Así me ocurre que vivo lo que no
viví, leyéndolo desde fuera, desde el inexistente lector, y es justo que el
dolor, y lo que duele toda muerte de dolor, sea regreso y nunca lo que depare
el nuevo día. Porque, ¡ay!, escribir no tiene mañana, es presente que se ancla,
se aferra al instante del temblor y del escalofrío. No va más allá. Ahí nace y
ahí muere. Solo la lectura trae de vuelta lo que no tiene regreso y que
llamamos respiración, el acto mismo del latir. Sin esperanza, sin cuerpo, sin
territorios. Pero latiendo por la no vida, por el largo de infinito desierto
sin fin, aunque caiga abatido y muera el cuerpo, mueran las existencias de los
sentidos. Entonces algo se recupera. ¿Qué? Se recupera lo que no tuvimos: la
lucha por no envejecer. La lucha estéril pero lúcida de todo lo conseguido y la
triste certeza de la savia que se quedó en el tallo de la planta, un verso,
aquél verso que casi nace y se lo llevó la marea. Era ella y su sonrisa, era la
sonrisa que me encontraba en algún gesto del mediodía. ¿Fuimos amantes? Sí. Desparejando
las distancias, las palabras no dichas, las miradas hurgando en la penumbra
cálida del asomo de piel, nada, un mínimo temblor, un roce apenas intencionado
por culpa del barullo de los pájaros al sol, retenido un poco, mientras la
sonrisa mordía y quemaba y ahondaba la tristeza, sí, se puede decir que fuimos
amantes. Y nunca lo supimos. Queriendo decir que claro que lo supimos, pero
alejamos las querencias, sin moverme corrí a la búsqueda de un atardecer,
rehusamos estremecernos bajo una misma luz incendiaria. Esto trae la lectura,
lo inolvidable, lo que no fue, el arma más preciosa de toda revolución: el
gesto que se difuminó una tarde fría que se alejaba bajo el paraguas de la
tristeza y que a veces regresa bajo el incendio de un día azul, y despierta las
páginas, las materializa con el asombro de una fugaz sonrisa
Fotos: May Naomi
Quintín Alonso Méndez
La luna se estremece y siempre está enamorada, doliente y es por eso que lanza llamadas, que al salir el sol no reconoce... hasta que llega la noche...
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