Del libro de poemas
Escriturasfugaces
Voy a la deriva y
frágiles los versos
para sostenerme en
ellos.
Frágil la luz de la
vela, zarandeada por los vientos.
En el carajo del
mástil, un nido espera a la última aventura,
la de la muerte. Que
venga y se quede. ¡Ah, lluvia del acero!
Será el advenimiento con
vientos huracanados, la furia del olvido,
tempestades desde lo
más adentro. Así la brisa derriba las amapolas.
Así abaten las lunas
las distancias de los bosques. Fin de mi tiempo.
Volverá el búho a
posarse en la rama del silencio. El murciélago
en su círculo del ojo
negro. Caerán las palomas, disparadas por la tristeza.
Pero aún existe una
tarde como ésta, sin veredas, con la niebla tumbada sobre el mar,
un barco fantasma con
hilachas colgándole de los ojos, como al murciélago,
un esqueleto al timón,
una fría espada que corta el océano en olas, olas negras,
se vierten en
espumarajos, verdean la humedad de lo viejo, alzan lo vencido.
Voy a la derivada,
atrás se quedaron los versos, demasiado frágiles
para sostenerme en
ellos, me agarré a lo cierto, me vendí al infierno,
y ahora ya soy un dios eterno,
fuera del espacio y del tiempo de la vida,
de la gran mentira del
cielo. Habitante del universo, donde en cada partícula
palpita un recuerdo. Son
las estrellas.
Es por eso que a los
niños se los obliga a mirar al suelo
Quintín Alonso Méndez
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