De «Últimas notas»
Poema de las hormigas de lomos de plata negra
El castigo solemne de catedral de
barro construida bajo tierra
de escribir que no estás, tierra
pantanosa que engulle lo débil,
raíces que se deshacen, más castigo
que el castigo de la ausencia.
En estas estoy, inventando la muerte,
su vestidura de huesos desnudos,
la diseño, la creo, la yergo sobre
palos secos de árboles perdidos,
la hago mía, la dibujo en las noches
de luna que los lobos devoran.
Este castigo dulce de escribir a la
sombra de un árbol de hojalata,
donde el sol muerde y araña y escarba
en la sed de la tierra seca.
Podría escribir la verdad, más
solemne, que aquí nunca estuvo nadie,
pero necesito unas gotas de serenada
para que la tinta resbale
y se incruste en el papel, necesito
ese tiempo del tránsito. A esto,
donde existe la vida, lo llaman
vacío. Aquí es la serenada, lo que soy.
Nada. Han matado a todos los gatos.
También a los perros libres.
Nunca se habían vendido tantas
correas, tantas cadenas, tantas ataduras.
La dulce lluvia hija de las sórdidas penumbras
de escribir que no estás.
Es lluvia de gotas de sombras bajo el
sol que arde, miel del hierro fundido,
aunque en esta tierra perdida nunca
hace calor ni frío.
La vida sabe mentir cuando está en
juego no mirar
para no ver cómo la muerte se
desangra.
Escribirlo las infinitas veces
necesarias hasta que la mortandad sea olvido.
Aquí abajo, en un rincón nunca
visitado, agoniza un poema.
Aquí lo trajeron las hormigas del
invierno, tan poca cosa el poema
que se lo llevaron en volandas sobre
sus lomos de plata negra.
Flotaba el poema, como si hubiese
olas en el aire, rasguños de agua,
sobre sus lomos de seda terrosa.
¡Hormigas de la tristeza!
No es una ola el círculo del día.
Sólo la risa sabe fabricar senderos
pintados de verde y de flores de colores.
Y sabe fabricarlos ondulados, con
pequeñas pendientes.
Como ha de ser la textura líquida del
sexo.
Mientras dormías dulcemente plácida,
anillada a tus sueños de humedades,
yo me levantaba y me sentaba a la
mesa de la soledad, frente al mar de la noche,
a hablar con la muerte, a decirle que
esperara un poco, sólo un poco más,
un mínimo tiempo para que te diera
tiempo a despertarte y volar
hacia donde los senderos pintados de
verde y de flores de colores
te esperaban con los brazos
decididamente abiertos. Fue así.
Me quedé solo, y mientras habitabas y
te cobijabas en tus sueños,
escribí el poema de las hormigas con
los lomos de plata negra
Fotos de May
Quintín Alonso Méndez
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