miércoles, 24 de septiembre de 2014



De «Últimas notas»

La puerta

Al traspasar la puerta, supo que todo le resultaba tan conocido como la indiferencia, pero lo dijo de esa manera que ella bien sabía manifestar para que él sintiera todo lo contrario, «tengo la sensación de que he estado aquí siempre». Él guardó silencio. Y ella no lo miraba, que era cierto lo inofensivo que era. «Va a ser verdad que la nada existe», casi sonríe por eso no pudo ver nada que fuera más allá de sus posicionamientos fugaces. «Diez días no son nada», se dijo, y comprobó, ahora sí lo miró y le vio la debilidad antigua que lo sustentaba, más bien sí, inventó una sonrisa mientras le ponía el rostro de lado: que la mirara, que se extasiara, que viera luminosidad, no podía ser tan difícil en aquél lugar oscuro que desbordaba humedad vieja, rancia, desagradable. «Sólo diez días». Sabría llevarlos, hacerlos volar. Cuando la indiferencia es la madre de todos los sentimientos, no se puede recordar siquiera cuántas ventanas puede tener una casa vacía, simple, y no es preciso que hayan pasado veinte años, eso se deja para los amores que regresan, basta una pincelada de tiempo, nada, un encuentro casual buscado, y las risas acompañan, aconsejan, «¡hay que vivir!», grita la vida alborozada, cerveza en mano, apartando la vista de los cadáveres que el mundo regala, y sólo una fiesta puede borrar otra fiesta, abundan las camas dispuestas para el festejo y el festín, abunda la vida, insaciable.

Al traspasar la puerta, un silencio gris pero amable lo recibe. La sencillez tiene el olor de las cosas perdidas, quietas. Abre la ventana para que el aire entre, salude, se lleve esos silencios que maltratan. Se quedan silenciosos, sin hacer ruido, los que suavemente muerden. Con la dentadura de los buenos deseos, de que sea cierto que la brisa baila por entre suspiros y trenzas rotas de recuerdos que se hunden en las aguas de algún río, de algún lago.     

Al traspasar la puerta, ella se dice que no entiende cómo es posible que haya puertas donde tras ellas no hay nada, «allá los cobardes», se dice, y ya se desnuda para el amante que la ama y la espera desnudo. Una tarde cualquiera

                                                Quintín Alonso Méndez
 

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