De «Últimas notas»
La caja vacía
Después de mucho tiempo (¿cómo se
puede medir el tiempo cuando la nada habita cada rincón de cada día?), y sin
querer, he tropezado con la caja vacía de madera labrada a mano, como pétalos
hundidos en la carne de la madera que aún lleva reminiscencias de ese olor
primario, negro, del origen, y de donde sacaba las débiles tiras de tela hechas
de polen de flores secas mezcladas con la maresía de los días tirados al
estercolero de los olvidos. De ahí, de esas tiras endebles, que se deshacían
con sólo mirarlas, y tú lo sabes, sacaba las palabras que llevaba al papel o al
fondo sin fondo de esta pantalla que ciega y me va quemando los ojos, lo que
podrían mirar y ver los ojos, cegándolos. La he abierto. Dentro del vacío de la
caja, múltiples, incontables diminutas hormigas negras. Mi primera tentación ha
sido llevar la caja debajo del grifo, inundarlas, desaparecerlas debajo del
chorro brusco de un diluvio. Pero no. No sé por qué. Pero pensé en las cenizas
de la literatura. Con cuidado, saqué la caja, abierta, que se viciara del aire,
bajé las escaleras, he cruzado la torpe acera en la que suelo trastabillar y me
metí en los terrenos de la vida, donde aún pájaros, lagartos, matojos, algunos
pequeños árboles, tienen su patio, sus tiempos apartados del mundo. He buscado
una pequeña gruta entre piedras negras, silenciosas y bloques de cantera, ahí
he depositado la caja, abierta. Me digo, mirando la caja por última vez, si no
será el inicio de una marabunta, que me venga de vuelta a casa y acabe con
todo. Ojalá, me digo. Antes del regreso, de subir las escaleras hacia el aire
que no se mueve, miro el perfil cortado a cuchilladas de las montañas y me digo
que el tiempo se puede medir o constatar de una manera muy sencilla: basta comprobar
la hondura del silencio, sus arrugas que no son más que el crecimiento del
cansancio. Ya tuve que atrapar una lagartija en la azotea, crecida, ya
verdeándose, cuando después de días en que no entendía por qué si cuidaba la
planta, la regaba, veía cómo le nacían los capullos, y al alba, la planta, sus
capullos, aparecían cercenados una y otra vez (en esos pobres momentos pensaba
en ti), hasta que un atardecer la vi, encaramada, alimentándose. La atrapé y la
llevé a su mundo, allí la vi, mirándome, mientras depositaba la caja en su
gruta negra azul. En la azotea quedan unas cuantas lagartijas, delgadas,
menudas, pero son más ágiles y rápidas que la luz. Esperaré a que crezcan, las atraparé
y las iré llevando a su mundo. Son los pocos renglones que me quedan por escribir
Quintín Alonso Méndez
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