Cuando el abandonado
viene a visitarme
-cada vez son más largas
sus estancias,
bordeando los abismos,
y más cortas y espaciadas
sus fiebres de soñador
pretendiendo volar-,
último refugio que le
queda,
realizamos a menudo largas
excursiones por la ruinas;
ahí los recuerdos
tienen vida propia
aunque parezcan milenarias
y derroídas estatuas de piedra
expuestas en un museo
abandonado.
Si acaso nos decimos de
vez en cuando
alguna frase suelta que
no viene al caso,
como probando si la voz
es capaz de romper la telaraña
de cristal que tiene
atrapado al aire, quizás al tiempo,
quizás a las palabras
que nunca van a decirse en ninguna parte.
Caminando entre
pajullos sobre la tierra seca agrietada por el abandono,
me dice «ya no habrá más
regresos, es momento de quedarme».
Un asomo de musgo, pequeño
montículo de Venus, brilla en la sombra
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