El último sueño de un viejo
Vendrán muertes, oleadas
de muertes y no estaré preparado. No ocurrirá lo de «un día te llamaré y te
diré asómate a la ventana». Te oiré decir, otro círculo de vuelta, «volveré»,
pero tu voz y tu promesa irán dirigidas a otra distancia, a un territorio de
carne y hueso, a un «bienvenida, bienhallada». Cada página de escritura,
avanzando pesadamente por las ruinas del derrumbe, será un descalabro más aquí
dentro, en el sutil abismo que nadie apreciará cómo sutilmente se irá hundiendo,
ni siquiera yo, abandonado a la suerte de la indiferencia. Será la complicidad
que siempre habrá entre la escritura y los silencios, planetas y planetas
orbitando en la quietud más quieta, más vacía, llenos de olvido, y al vacío del
mundo, al vacío más absoluto, le diré, sin ecos, «claro que te quiero.
Infinito».
¡Cuántos versos se me
escaparán a diario, confiando en la memoria, sin recordar que ya no tendré
memoria! Llegaré a casa y me diré, «¿cuál era el verso, cuál, dónde me lo
dejé?», y me estrujaré las sienes y solo sentiré como un hilo de miel
deslizándose camino abajo, camino del lazareto de los olvidos, adonde irán las
pocas gaviotas que queden, famélicas, desordenadas, agresivas, a picotear en
los restos, y donde algunas madres buscarán una leve sonrisa para los estómagos
de sus hijos desnutridos, sentenciados. Filamentos de versos con sabor a azúcar
que terminarán en las alcantarillas, arrastrados por los agujeros negros de las
tormentas, tormentas que tendrán su origen en el origen mismo, desde dentro de
mí y desde las gruesas pinceladas del horizonte. Pensaré en las dos gaviotas
que al principio me acompañaron, festivas, alas blancas sutilmente griseadas dentro
del triste y enmudecido azul. No serán pensamientos, serán interminables
películas de un mundo que nunca habité ni me habitó. Visiones, alucinaciones,
desbarajustes de sueños ahorcados en cada esquina. Miraré dentro de la
escritura, de la historia, y me diré «no he escrito nada, como siempre», ah,
genio de las miserias, y miraré el rastro, cada rastro, de los vuelos,
metálicos o suavemente carnales, con plumas, que se dirijan al norte, les
alzaré la mano, como un saludo, como un adiós desangrándose, sabiendo que el
regreso nunca existió, porque el instante estalló en el aire, sin ida y sin
vuelta de hoja, sin regreso. Para que diluvie y se lo lleve todo, cantaré, ah,
mi voz cavernosa y penosa, amenazando diluvio, de saltos grotescos, desprovista
de materia, de la materia del oído, de la materia del compás y los acordes, de
toda materia, cantaré mi canción de un solo renglón, cínico, con puntos
suspensivos, contagiada, con fiebre de risa fuera del tiempo, del espacio, de
los mimbres del mundo, risa inventada, para que no sea grito, desparrame,
«porque no te quiero porque no te quiero por eso me muero por eso me muero…», y
será diluvio dentro del más estremecedor silencio, de la aflautada carcajada
más fuera de los sentidos, sin sitio, y quizás me diga que quien se ríe es el
loco desde alguna parte del universo de los muertos. A diario la cantaré,
cortándome mientras a diario me afeite para no lastimar tus mejillas heridas,
pero de pétalos de seda, y me gustará ver correr la sangre en busca del pecho
carbonizado, la selva negra que nadie visitó, donde las rojas rosas negras se secan,
se pulverizan, debajo de la cama. Las flores del adiós.
Caminaré por las caderas
de la barca del pueblo, me sentaré en sus huesos de piedra de ballena, otearé
el invisible mar que en alguna parte te acogerá en sus brazos de agua. Allí
leeré lo que nunca escribí, en los surcos que los silencios van dejando sobre
tus propuestas irrenunciables, caducadas por la erosión de las lejanías
alejándose, prologadas por una advertencia
Quintín Alonso Méndez
Lo que te toca el alma jamás se olvida.
ResponderEliminarY lo que te la hiere mucho menos...
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