Escriturasfugaces
El último sueño de un viejo
La
redondez de la historia empezó al final. Tuvo su principio en el cementerio. Donde
fue enterrada. Ese día nacía el círculo, un círculo sin ningún sentido, sin
dimensión alguna, quizás la redondez perfecta esté en la quietud, o más bien en
la parálisis de la quietud. Recuerdo el día como si el día fuera en este hoy,
exactamente anclado en hoy, un nueve de enero ventosamente frío, no importa el
año porque me pertenece, es mi única pertenencia, conmigo está, amenazaba
lluvia según oscurecía, los fantasmas tenían las alas grises de las tristezas y chocaban contra las ramas altivas de los cipreses.
Al suelo caían hojas plateadas de abedules inexistentes. Los gatos eran pájaros
o los pájaros eran gatos que se escondían tras las lápidas. Esta historia puedes
llamarla mi historia porque sólo la conozco yo, ella descansa en su descanso
eterno. Las verdaderas historias no se conocen, se entierran y luego serán el
olvido, el alimento de los gusanos. Desde ese preciso instante del
enterramiento, de ella, de la historia, nacen, si acaso, leyendas y fantasías,
como carnosas raíces negras, rumores que hay que atizar y fortalecer para que
el sinsentido no lo derrumbe todo de golpe, luego vendrán poco a poco las
veladuras del tiempo, los alejamientos que nadie ve alejarse, las sombras cada
vez más calladas, más difusas, los silencios, las nadas. Solo florecen las malas
y criminales historias políticas, las verdaderas, las que siempre estarán
presentes, guiadoras del rebaño clandestino. Poe costumbre, no me fijo en las
personas, por eso no me fijé en la raíz desnuda del cuello femenino. En cómo la
desnudez le venía ebria desde las más arraigadas raíces, negras en sus uvas
nocturnas y del color dorado del vino en los rincones con luna. Al igual que
yo, estaba apartada del grupo y al igual que yo buscando la protección de la
sombra de un ciprés. El grupo en círculo, resumiendo tan fácil la historia, alrededor
de la tumba, semejaba un bailadero. Observé, una de mis manías, que perdiendo
la vista detrás de la desnudez del cisne, del cuello femenino, la vista se me iba
al oriente, cuando ella advirtió mi presencia, su mirada de aguas oscuras se
perdió rumbo a occidente. Por primera vez sentí que la brisa era el más
profundo silencio. Cuando el grupo empezó a disgregarse, me perdí por entre el
laberinto de tumbas. Lo que no podía tener ningún sentido en aquél momento, era
una reunión de encuentros. Era justo todo lo contrario, el gran desencuentro. «Hola»,
era ella, la voz de la poseedora del cisne desnudo resbalándole por el cuello. Dijo
mi nombre como pregunta, queriendo tener la confirmación de que yo era yo, y
cuando los dos sabíamos que sobraba la pregunta: la amplitud de su pregunta
abarcando mi ser, todo mi no yo. Mi silencio le dijo que sí. Su mano prolongación
de cisne me tendió un sobre de color violeta, «me pidió que te lo entregara en
mano», fueron sus palabras antes de girar su cuello de cisne y perderse en
busca de la salida del laberinto. Entonces sentí cuánto me pesaba en la mano la
liviandad del sobre, el peso de un universo. Llegué a casa con la noche. No sé
por dónde vine, por los vericuetos de los espesos recuerdos, más bien ensoñaciones,
una niebla por la que la historia, yéndose al origen del más remoto dolor, se
perdió. Cuánto duele siquiera imaginar que la ternura estuvo entre mis manos. ¿El
pasado, el pasado de esta historia es caminar de vuelta por una estrecha y
larga calle sin esquinas? La noche entró conmigo en casa, pero la noche ya
estaba, desde el cementerio. El pasado es la noche. Soy pasado. Si mañana
llegara el alba, será la noche dentro del día. El primer «hola» fue dentro de
un beso, lo palpé de nuevo, vivo, dolorosamente carnal, cuando la mano prolongación
de cisne me tendió el sobre. Me estremeció la ternura, el frío mortal del
recuerdo palpitando violeta entre mis manos, un pez pidiéndome el mar. En un
instante, el tiempo nos materializó y en otro instante aún más ínfimo, el
tiempo nos disolvió. Entre los dos instantes un «hola» que fue una isla que se
hundió apenas se echó a la mar. ¿Puede la ternura de una sonrisa ocupar todos
los espacios, los despiertos y los dormidos? Dentro de la noche, rasgo el
vestido violeta del sobre. El sobre, vacío
Quintín Alonso Méndez
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