La presa
Treinta y cinco grados. Vertical el
fuego, descendiendo del sol. Es una calma aparente. Metido en la selva de las
horas, un tigre acecha agazapado, con todas las fibras del cuerpo y de la mente
tensas, como un arco, no duerme desde la tarde en que cayeron las cortinas
negras del desvelo, allá, por las palidez extraña del otoño, y no le desvía la
atención ni la mariposa de colores que le ronda por la cabeza ni la pequeña
culebra que zigzaguea por la yerba, entre sus piernas. La brisa también está detenida,
no encarcelada, detenida, sólo el rumor de la marea asoma por entre las verdes rejas
de los altos helechos y habla del paso del tiempo, pero es el tiempo impávido,
sin ojos, meciéndose en las aguas de sus propios murmullos. En silencio los
pájaros, o es un canto que parece lejano, invisible en el aire, viene de
árboles que no tienen ramas, de tejados sin tejas, las montañas se cubren el
verde rostro con la neblina, que se diluye, no es pereza, son los árboles que
se roban los frutos para adentro, y se deshacen, de ahí la apariencia húmeda de
la espera, las noches sin días y los días sin noches, sin sueños. Las
habitaciones de las horas, vacías, los insectos posados en sus alas tímidas,
translúcidas, navega por el desierto del azul una libélula, los verdeados lagartos
bajo las piedras, la gente como siempre, a espaldas de la selva, camina sus
caminos, escoge los atajos, dibujan sueños, líquidos, verdes, para poder
contarlos. Es cuestión de un instante: cimbreará el arco del movimiento célere
del salto, el zarpazo. Soy el tigre, soy la presa.
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