Y muchas veces no escribo el clima del paisaje, sus
atmósferas, sus particularidades,
sus honduras desheredadas, sus alturas a ras de yerba
con sus ínfulas de sensaciones y colores atribuidos al pasado;
no escribo la rotura de la carne, dejo que se me haga el
vacío como un suicidio,
un desconocimiento, un no saber ciego de lo que ácido y
luminoso ya sabía;
en esas veces -en este ahora puedes contarla como una de las
muchas ellas-
impido que lo oscuro se apodere de sus territorios naturales,
dejo con su silencio a la luz, que se esparza en racimos de
bosques y besos frutales.
Entonces me vengo adentro, adonde el frío alumbra y la
penumbra es mansa,
escribo lo que no se entiende, la dulzura de la tristeza, como
si un gesto de voz dulce
con lágrimas rodara por el aire -oigo el susurro antiguo,
¡tan inocente!, de la marea-,
la delicadeza con que los puñales se convierten en pétalos
que atraviesan y rasgan
los labios de un sueño, de cualquier sueño -nocivo y hereditario
es todo vuelo-,
escribo esta sutil estancia de no estar en ninguna parte
estando aquí, al pairo,
hasta donde lejanamente llega, pero llega, el arco del júbilo
de lo que quiere vivir,
sensuales voces lejanas desde detrás de las montañas hechas
gruesas nubes,
dentro de la atlántica muralla del horizonte
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