jueves, 28 de noviembre de 2013

                                                                   Foto: Jorge García

            Así empieza el cuento "El envite"


El envite

Éramos unos cuantos. Corría el  vino desde el mediodía y olía a salitre porque el mar estaba cerca. Corría la sangre que era vino por las venas, se deslizaba por la pendiente cuesta abajo de las botellas vaciándose, como si tuviera prisas por llegarle al alma al corazón. Era el vino que corría, que resbalaba más bien, por las lisas lisuras de la tarde. Las tres de la tarde. Pero era una tarde fría, de no puedo no sé decir escribir no me sale cómo era la tarde. La tarde fría --el frío es liso. Lisa la tarde, de tablas lijadas. Con grises. Había grises en los rincones del patio, o eran gatos, y había grises sobre los tejados, o eran palomas que colgaban de las cornisas de las azoteas. Creo que ni siquiera había tejados, a lo lejos sí, al otro lado del barranco, más abajo, tejados salteados entre el verde de la ladera que bajaba hasta detenerse brusco, en alto, con rostro rocoso de acantilado oscuro, frente al mar, picoteado por nidos de pardelas y donde el frío cambia y se vuelve rugoso, áspero, con piel de tarajales. Había grises y había un tiempo. No es corriente que a estas horas de la noche me acuerde de nada. Pero me acuerdo porque es la memoria de siglos quien habla, quien se viste de recuerdos y está aquí. Era una mesa vacía, larga, hecha de troncos de árboles, lijados, una vaciedad en la madera oscura de la mesa, de no bosque sobre la mesa, en un rincón del patio, de gris plateado la vaciedad, bajo la parra. La tarde aún estaba de pie, arremolinada alrededor del brasero que alimentaba de calor la parrilla, a nosotros. Goteaba grasa de carne de cerdo por las rejillas de la tela metálica, olía a salitre porque el mar estaba cerca, subía la brisa desde el mar, con piel de tarajal, y olía a carne haciéndose. La mesa vacía al fondo del patio –el vacío es liso--, cobijada bajo la parra, donde las botellas de vino, viéndolas desde donde yo estaba, parecían árboles negros extendidos sobre una tierra lisa, oscura, de no bosque. Celebrábamos cualquier cosa, que era sábado o que ya no era verano, pero que veníamos del verano o de un sábado de verano, que ya se sabe que es donde se forjan los días al aire libre, con piel de salitre. El vino toma distintos caminos, según de donde venga la brisa, el camino de la guitarra, el camino que la muchacha muestra en su mirada, el camino de la borrachera bajo un árbol, también el camino de una mirada vieja, con hebras de nostalgias y que tiene las manos rugosas, de madera de árbol abatido, a veces toma atajos, con silencios, veredas, un paseo por voces que alegran aunque duelan, porque son voces que traen racimos de uvas de otras voces, atajos que a veces no se pronuncian, que a veces se demoran, se hacen de rogar, se sientan sobre una piedra, duelen, pero el vino corre liso por los barrancos de la piel siempre secos, y alguna vez alguien pronuncia las palabras que alguna vez fueron mágicas, tuvieron territorios, su propio teatro, de tierra y mar, de faenas y chorros de agua, de solajeros y días enteros de lluvia y viento, donde las palabras que se pronunciaban, pocas, tenían significado, presencia, alguien dice «un envite», empieza a caerse la tarde, alguien mira para otro lado, alguien da un paso atrás, busca el camino que la muchacha abre con la mirada, en el corro de la guitarra, un atajo, una piedra que muestra su liso lomo oscuro entre la yerba, algunos nos miramos, nos intercambiamos señas antiguas que se agitan, despertadas, que sólo el aire sabe ver, que ya se nos dormían en el tiempo, secándose, alguien grita que hay que ir a por más vino, a la bodega, adonde la niña se hizo mujer, desnuda, pisando uvas, algunos damos algunas vueltas sobre nosotros mismos, respiramos el hinojo y oímos el zumbido de las abejas, contemplamos el estanque, antes de mirar hacia la mesa vacía bajo la parra, sin señas, sin señales del bosque, alguien entra en la casa, regresa, y deja sobre la mesa, en el centro, un puñado de millo, una baraja, ya no se puede decir no al camino de la tarde que lee las cartas, y que es un atajo que se alarguece, se filtra, opiáceo, vinoso. Los equipos se hacen solos, pero se hacen, por costumbres, por los horarios, por los caminos que abren la tarde, por las tertulias al atardecer, por los hábitos que anudan y desatan, por los atajos que llevan a los muelles, a las charcas, a mostradores, a ventas que huelen a cebollas, a carne frita, a baraja. Alguien comenta «ya estamos todos» y arrastra su silla hasta la mesa, larga, hecha de troncos de árboles, la mesa despejada, talada, las botellas a otra parte, pero cerca, a mano, la mesa desnuda, sin bosque, sólo en el centro el puñado dorado de millo y la baraja, boca abajo, sin estrenar, frente a frente los dos mandadores, ya sentados, con sombrero de paja uno, con sobrero negro, de tela negra, lisa y brillante de vieja, el otro, las señas empiezan a quitarse las telarañas de las memorias, a desperezarse, señas que llevan siglos prendidas de las ramas de las nubes.

 
                                                                        Foto: Jorge García

                                                                  Quintín Alonso Méndez


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