Así empieza el cuento "El envite"
El envite
Éramos
unos cuantos. Corría el vino desde el
mediodía y olía a salitre porque el mar estaba cerca. Corría la sangre que era
vino por las venas, se deslizaba por la pendiente cuesta abajo de las botellas
vaciándose, como si tuviera prisas por llegarle al alma al corazón. Era el vino
que corría, que resbalaba más bien, por las lisas lisuras de la tarde. Las tres
de la tarde. Pero era una tarde fría, de no puedo no sé decir escribir no me
sale cómo era la tarde. La tarde fría --el frío es liso. Lisa la tarde, de
tablas lijadas. Con grises. Había grises en los rincones del patio, o eran
gatos, y había grises sobre los tejados, o eran palomas que colgaban de las
cornisas de las azoteas. Creo que ni siquiera había tejados, a lo lejos sí, al
otro lado del barranco, más abajo, tejados salteados entre el verde de la
ladera que bajaba hasta detenerse brusco, en alto, con rostro rocoso de
acantilado oscuro, frente al mar, picoteado por nidos de pardelas y donde el
frío cambia y se vuelve rugoso, áspero, con piel de tarajales. Había grises y
había un tiempo. No es corriente que a estas horas de la noche me acuerde de
nada. Pero me acuerdo porque es la memoria de siglos quien habla, quien se
viste de recuerdos y está aquí. Era una mesa vacía, larga, hecha de troncos de
árboles, lijados, una vaciedad en la madera oscura de la mesa, de no bosque
sobre la mesa, en un rincón del patio, de gris plateado la vaciedad, bajo la
parra. La tarde aún estaba de pie, arremolinada alrededor del brasero que
alimentaba de calor la parrilla, a nosotros. Goteaba grasa de carne de cerdo por
las rejillas de la tela metálica, olía a salitre porque el mar estaba cerca,
subía la brisa desde el mar, con piel de tarajal, y olía a carne haciéndose. La
mesa vacía al fondo del patio –el vacío es liso--, cobijada bajo la parra,
donde las botellas de vino, viéndolas desde donde yo estaba, parecían árboles
negros extendidos sobre una tierra lisa, oscura, de no bosque. Celebrábamos
cualquier cosa, que era sábado o que ya no era verano, pero que veníamos del
verano o de un sábado de verano, que ya se sabe que es donde se forjan los días
al aire libre, con piel de salitre. El vino toma distintos caminos, según de
donde venga la brisa, el camino de la guitarra, el camino que la muchacha
muestra en su mirada, el camino de la borrachera bajo un árbol, también el
camino de una mirada vieja, con hebras de nostalgias y que tiene las manos
rugosas, de madera de árbol abatido, a veces toma atajos, con silencios,
veredas, un paseo por voces que alegran aunque duelan, porque son voces que
traen racimos de uvas de otras voces, atajos que a veces no se pronuncian, que a
veces se demoran, se hacen de rogar, se sientan sobre una piedra, duelen, pero el
vino corre liso por los barrancos de la piel siempre secos, y alguna vez
alguien pronuncia las palabras que alguna vez fueron mágicas, tuvieron territorios,
su propio teatro, de tierra y mar, de faenas y chorros de agua, de solajeros y
días enteros de lluvia y viento, donde las palabras que se pronunciaban, pocas,
tenían significado, presencia, alguien dice «un envite», empieza a caerse la
tarde, alguien mira para otro lado, alguien da un paso atrás, busca el camino
que la muchacha abre con la mirada, en el corro de la guitarra, un atajo, una
piedra que muestra su liso lomo oscuro entre la yerba, algunos nos miramos, nos
intercambiamos señas antiguas que se agitan, despertadas, que sólo el aire sabe
ver, que ya se nos dormían en el tiempo, secándose, alguien grita que hay que
ir a por más vino, a la bodega, adonde la niña se hizo mujer, desnuda, pisando
uvas, algunos damos algunas vueltas sobre nosotros mismos, respiramos el hinojo
y oímos el zumbido de las abejas, contemplamos el estanque, antes de mirar
hacia la mesa vacía bajo la parra, sin señas, sin señales del bosque, alguien
entra en la casa, regresa, y deja sobre la mesa, en el centro, un puñado de
millo, una baraja, ya no se puede decir no al camino de la tarde que lee las
cartas, y que es un atajo que se alarguece, se filtra, opiáceo, vinoso. Los
equipos se hacen solos, pero se hacen, por costumbres, por los horarios, por
los caminos que abren la tarde, por las tertulias al atardecer, por los hábitos
que anudan y desatan, por los atajos que llevan a los muelles, a las charcas, a
mostradores, a ventas que huelen a cebollas, a carne frita, a baraja. Alguien
comenta «ya estamos todos» y arrastra su silla hasta la mesa, larga, hecha de
troncos de árboles, la mesa despejada, talada, las botellas a otra parte, pero
cerca, a mano, la mesa desnuda, sin bosque, sólo en el centro el puñado dorado
de millo y la baraja, boca abajo, sin estrenar, frente a frente los dos mandadores,
ya sentados, con sombrero de paja uno, con sobrero negro, de tela negra, lisa y
brillante de vieja, el otro, las señas empiezan a quitarse las telarañas de las
memorias, a desperezarse, señas que llevan siglos prendidas de las ramas de las
nubes.
Foto: Jorge García
Quintín Alonso Méndez
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