del cuento "La noche azul"
Entre ella y
él la crearon, la forjaron, a golpes de caricias y deseos que necesitaban de un
territorio propio. La midieron, a la noche, aquella noche en concreto, la
noche, y le dieron la estatura de lo interminable.
La
edificaron, ternura a ternura, con una suavidad que daba temblores, que traía
cántaros de miel.
Caricias y
deseos que sabrían aguardar a que esa noche los recibiera en sus brazos
descarnados, en su seno agitado.
La
modularon, la fueron construyendo con el sexo de las palabras, de las palabras
desnudas. Luego la dejaron ahí, al desamparo, a que se curtiera al sol de las
serenadas, en el tiempo que ha de venir, que sólo el tiempo sabe medir los
encuentros, las medidas de los encuentros, enlazarlos. Pero olvidadizo el
tiempo. La tuvieron entre las manos. Una noche única, invencible, alargada
hasta el amanecer. Todas las horas desmenuzadas, eternizado cada instante de
cada hora, mimada hasta el mínimo y último detalle de los hilos colgando de los
temblores, de la farola encendida en la distancia de más arriba, donde empiezan
y se acaban las calles estrechas, solitarias, calles que son como olas,
amordazadas en un susurro. Esa noche que debía de contener uno, dos, infinitos
síes temblones, rumorosos, para que la pregunta, esa pregunta, se hiciera voz,
se materializara, remontara vuelo.
La acunaban
a diario y a diario la regaban con la lluvia dulzona de las promesas. Para que
poco a poco la noche se fuera haciendo a la forma de otra promesa, con el sabor
y la presencia que tienen las promesas: no dejarán de tener alas, sólo la
muerte las derrumbará y se las llevará con ella.
Esa noche,
que habría de tener un lecho de arena, protegida por las rocas negras de la
brisca escarbadora del oriente. Un techo celeste, invadido de estrellas __ese
parpadeo íntimo que te deja sin palabras__, bañada toda la noche por una luna
llena que pasaba por allí, luna que se extendería sobre el vaivén pausado,
lleno de escamas, de las aguas, lamiendo los sueños, las heridas que no
importan porque importa sólo la belleza de los enamorados, muertos, inventando,
descubriendo el lenguaje de los cuerpos, vivos aún los cuerpos. Una manta hecha
de tiras de sol, para envolverlos según fuera llegando el temblor del amanecer,
para que la luz pálida, gris, gris, anaranjada, roja, fuego, del alba, no les
incendiara la piel, no los quemara el frío.
Será nuestra
noche, se prometieron, y se prometieron traerla al mundo, parirla. «Sólo
entonces me harás la pregunta», le dice, le dijo ella, «para decirte que sí,
para abrazarte fuerte, fuerte, fuerte, y no soltarte nunca, abrazarte hasta el
desmayo, y morderte suavito», le dice, le dijo él, «y decirte y suplicarte y
gritarte que sí», le está diciendo ella, «entonces una ola se desparramará a
nuestros pies, nos cubrirá con su salitre, nos abrirá las puertas que llevan a
dónde sólo se llega si tú y yo estamos juntos», se dice, repitiéndose las
palabras que se dijeron con la mirada.
Se está
preguntando el por qué de la tormenta de esta noche, ¿de dónde viene, qué se
propone?, ¿por qué estos nubarrones que no dejan ver más que la oscuridad más
negra?, multitud de pájaros negros, chirriantes, llenos de viento, sepultando
la noche, hundiéndola, ensartados por relámpagos de fuego blanco, parpadeos
bruscos nacidos para cegar, ensordecer, destruir, amputar, ennegrecer. Él, en
medio de las olas espesas, hinchadas de mar gruesa, en una barcaza a la deriva,
dentro, adentrándose, de la boca abierta de la tormenta, que engulle, se lo
traga todo. Nada más allá de la tormentazas mismas distancias, pero ahora
difuminadas, agrietadas por todas partes. La barcaza zarandeada sin piedad, sin
moverse, anclada, enredada en las raíces plomizas del océano. Desplomándose el
océano negro, espeso, del cielo, en una lluvia intraspasable, que paraliza el
tiempo, congelándolo, borrándolo del mundo. No habrá más noches después de
ésta, se dice dentro del sueño, ensoñado, viendo la tragedia de la tormenta a
través de la ventana, una mar gris de calles despobladas, hambrientas,
cubriendo el horizonte. En alguna de estas calles, ella estará mirando a través
de la tormenta, se dice, escribe en el aire agitado, ella como buscando,
¿cerrando los ojos para no perderse, para seguir tejiendo la noche, o para desterrarla,
y dejarla ahí, a la deriva, en medio de esa noche infinita, sin destinos, que
es el océano?, estará ahora al amparo de una chimenea, escribe, dedos que oyen
con el viento, acurrucada en unos brazos cálidos, protectores, un ligero
temblor que podía ser un roce de un recuerdo, una media sonrisa, un casi te
nombro, un vamos a acostarnos, que ya es tarde, abrázame, abrázame, qué fría es
la soledad cuando la tormenta te rodea, te aplasta contra ti mismo, se dice,
apoyando el rostro en el frío del cristal, frío dulce, que detiene las
lágrimas.
Ella se está
preguntando de dónde viene la quietud de esta noche, esta calma inaudita, ¿qué
me está diciendo esta calma? Es tanta la quietud, que sólo oye moverse su
propia respiración, un aleteo débil de dos palomas bajo la blusa, un moverse
sinuoso de la carne, con un algo de calidez que no está, pero que late, como
llamando, como viniendo, nunca llegando a posarse del todo, pero rozando la
piel, erizándola, abriéndola en pétalos que gotean microscópicas gotas transparentes
de sangre, cosquilleo de hormigas ruborizándole el cuello, los riachuelos del
cuello, moviéndole lentas las manos, temblorosas, enjambres en las caderas,
enjambres crepitando en la chimenea, debilidad que la hace mirar, mirar a
través del ventanal de la terraza, no llueve, no hay luna, no se oye al
silencio trepando por las paredes del aire quieto, no hay colores en esta noche
quieta, quieta, como presintiendo el sonido de la muerte, se dice, escribe en
su piel, arrastrando las uñas, o el sonido de un corazón roto, un escalofrío
que la lleva a una noche distinta, invisible, aún cerrando los ojos, pero no
ausente, ¿dónde está la respiración de la vida?, se dicen sus dedos gateando
por el vientre, ¿por dónde andará la sonrisa desnuda que caminaba ligera por mi
rostro, trayéndome sueños, palabras, palabras desnudas? Dónde está la voz que
se levantaba en remolinos de luz, en sonidos de árboles arrullándose con la
brisa, de olas nadando acunadas en los brazos de la orilla, dónde está la voz
del mar, la voz de la ternura, ¿por qué tarda tanto el tiempo en echar a andar?
Esto es sólo el silencio, se dice, que madura en los árboles de las nostalgias,
que siempre ha estado por aquí, lo que pasa es que no me había detenido a oírlo,
a mirarlo a los ojos, a rozarlo con mis dedos… latidos y sed del alma, de la
piel… ojos tan tristes, tan apagados que no se le ven las pupilas veladas,
anegadas de lágrimas. ¿De dónde viene esta quietud?, por qué duele la nada como
un futuro, por qué no viene el sueño, el alumbramiento del sueño, tan fácil
dormirse, arroparse en los olvidos, cubrirse la desnudez de sábanas hogareñas,
cómodas, simples, una desnudez a solas de tiempo en tiempo… los dedos, pálidos,
gateando en el vientre… como una pausa, como ahora, un respirar hondo, un
quejido, un revoloteo nervioso del enjambre en la chimenea, un ronroneo de
gatos dándose la vuelta, estirándose, enroscándose en el calor del aire que
respira apacible, un suspiro que se tiende y se evapora en las brasas, el mar
lejos, lejos, aquí dentro, lejos la resaca de la marea, lejos el rumor de la
playa encallada en el vientre, pero por qué le viene la visión invisible,
cayéndose, cayéndose, de una puesta de sol enmudecida, la humedad prendida a
los dedos pálidos que gatean por el vientre…
Quintín Alonso Méndez
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